
Yo fui un niño cristiano con ínfulas de mártir. Cuando leía alguno de los tebeos de las Vidas ejemplares, bajaba a la plaza de Vigo con la firme determinación de dejarme comer por un león o, en su defecto, ser quemado con aceite hirviendo. Luego, mi voluntad de martirio fue cediendo y, como nos pasa a todos los religiosos, me fui distrayendo con la vida. Y me fijé en cosas más divertidas, como, por ejemplo, lo de la elección del papa con sus ritos, sus intrigas y sus triquiñuelas. Por eso, una de mis películas favoritas es Las sandalias del pescador, y créanme que lamenté muchísimo que Anthony Quinn fuese solamente un actor. Luego vinieron los Juan Pablos, el que duró un mes, y cuya muerte despertaría las suspicacias de Agatha Christie, y el de Cracovia, que duraría una eternidad y que se dedicaría a viajar con frenesí.
Ahora, viendo los fastos de las exequias de Francisco I, uno piensa que la Iglesia católica vive para este apogeo: la muerte del sumo pontífice. Es ahora cuando sacan toda la artillería y pasman al mundo, en lo que parece también una inmensa salida del armario.
La coqueta felicidad de los cardenales que lucen sus mejores galas, que sacan sus sedas más finas y sus mejores joyas. Y al papa, que quería un entierro humilde, le meten en el ataúd monedas de oro y plata, me imagino que para que pague a Caronte la travesía de la laguna Estigia.
A mi mujer siempre le ha llamado la atención que los sacerdotes católicos, según van ascendiendo en su carrera, se vistan con tanta elegancia y colorido mientras dejan a las mujeres allá abajo, fregando, vestidas de gris o de negro: que son adoratrices, esclavas, siervas.
Pero ahora el Vaticano es de nuevo —por fin— el centro del mundo, y nos muestra cómo es una institución anclada en el pasado, con un despliegue de medios que deja en entredicho los musicales de la Gran Vía y al Ben-Hur de William Wyler.
Y a Bergoglio, que quería un entierro humilde, le meten —recuerdo de nuevo— monedas de oro en la caja de ciprés.
Aquí no se va nadie de rositas.