Un funeral

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

Remo Casilli | REUTERS

27 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La muerte nos iguala, pero los funerales nos siguen diferenciando. El ataúd, los asistentes, las coronas de flores, la iglesia, el panteón... Todo nos dice cosas. El conjunto es un mosaico de mensajes póstumos del que no está y decisiones en vida de los que lo despiden. En Galicia es más concurrido el entierro de ese pobre que iba a todos los sepelios y novenas que el de ese rico que nunca pisaba un tanatorio. Hubo un tiempo en el que los muertos se velaban en las casas y la familia se encontraba con curiosas estampas, con tramas secundarias, ramificaciones del drama principal. Podía encontrarse a la una de la mañana a un vecino de una parroquia adyacente contando el número de vacas en el establo o una vieja conocida comprobando si todavía queda repollo en el huerto. Dentro reinaba el silencio, salvo los susurros de los pésames ante el difunto o la suave conversación entre los más allegados en la cocina. Fuera, un murmullo incesante. Saludos. Charlas. Incluso carcajadas. Voces imposibles de apagar. Quizás atenuadas, solo de vez en cuando, por el eco de un rosario. La vida, colándose como un pequeño hilo de agua en las grietas del rito de la muerte. Es inevitable. Incluso en el funeral del papa Francisco. Lo dice todo ese encuentro entre Donald Trump y Volodímir Zelenski, sentados frente a frente en dos sillas, como en una improvisada confesión.

Los funerales son esos actos sociales suspendidos entre el cielo y la tierra. Entre lo innegablemente efímero y lo supuestamente eterno. Y, tras todos ellos, siempre surge el «¿y ahora qué?». En el caso del Vaticano, la pregunta es pesada, gigantesca. Porque aquí también se hacen cuentas, y el gran murmullo continuará, a lo grande, hasta el cónclave.