Soy el del medio de tres hermanos. El más independiente, del que siempre se olvidan la fecha de cumpleaños y al que nunca le dejaron escoger dormitorio en ninguna de las 15 mudanzas que hice cuando vivía con mis padres. Siempre me asignaban la habitación sobrante, la que tenía humedad o la que pintaron con gotelé. El gotelé fue el mayor enemigo de mi onanismo adolescente. Los nudillos siempre heridos. El amor de espaldas a la pared.
Cada vez que discutía con mis novias terminábamos por arreglarlo entre las sábanas del hostal Lido, donde no había gotelé, donde escuchabas como los demás arreglaban sus propios problemas en la habitación de al lado.
Gritos exagerados y muelles desincronizados. 25 euros de pasión.
Dejé de visitar aquel motel del amor durante unos meses en que me enamoré de una chica con -mucho- más dinero que yo. Me llevaba al Hotel Francisco II. 4 estrellas, champán y jacuzzi. Vivir el sexo como un millonario, rendir como el pobre que soy.
Me dejó el día en que se acabaron las prisas y las risas. Yo no era Julia Roberts ni ella Richard Gere.
Volví a las relaciones esporádicas de madrugada y al sexo conmigo mismo donde ya no había lujos, donde todo sabía a realidad. Me acostumbré a hacerlo durante semanas acompañado de la misma chica que por superstición, manía o sabe Dios qué, siempre pedía el mismo número de habitación en el hostal Lido. La misma cama con la misma foto de dos octogenarias siempre justo enfrente.
Una noche de camino al hostal tropezamos a besos en todos y cada uno de los portales de la calle Santo Domingo hasta caernos uno encima del otro en una de esas minúsculas aceras de piedra, creí que el amor no aguantaría el resto del camino pero en vez de dejarlo salir pregunté: ¿Por qué siempre esa misma habitación?
Laura -o así creo recordar que se llamaba- me explicó que a causa de un incendio una pareja había muerto en aquella habitación en mitad de la noche, que la mezcla de lo romántico, lo poético y lo esotérico de la historia ejercían una extraña atracción sobre ella. Un cóctel casi diabólico.
Mentiría si negase que al entrar en la habitación sentí un escalofrío, quizás influenciado por la historia o quizás por el ambiente paranormal de la situación.
Decidí dejarlo todo en manos del sexo y me tumbé sumiso. Levanté la mirada un segundo, juro que fue solo un minúsculo segundo, y noté como las dos señoras que descansaban en el retrato frente a la cama movían sus ojos a cada lado en desaprobación con lo que estaba sucediendo.
El aire se volvió húmedo y los muelles de la cama se convirtieron en estacas.
Gatillazo instantáneo. El final del amor.
Aquella noche soñé con llamas, fantasmas y satanás en ropa interior esperando su turno en una cola tras la puerta de aquel dormitorio.
No fui capaz de verificar aquella historia, me daba miedo no ser capaz de volver al Lido, pero juré, eso sí, no desvelar nunca el número de aquella habitación.