
Ser listo es una cualidad que ni Dios ni la genética quisieron poner en mí, y he de reconocer que siendo un poco más burro que el resto he sido lo suficientemente feliz.
Fui burro como para enamorarme de la misma profesora dos veces. Ella era -es, supongo- argentina, se llamaba Marisé y tenía apellido italiano. Nos daba clases de inglés luciendo ese especial encanto que proyectan los veintimuchos. Incluso antes de descubrir que al apretar mis muslos haciendo la fuerza sentía un nuevo tipo de placer desconocido, algo en mi interior se aceleraba cada vez que ella entraba en el aula de sexto B. El sexo antes del sexo.
Alguien no muy atento, o igual de burro que yo, decidió que Marisé era la persona adecuada para enseñarnos educación física. Volví a acelerarme como la primera vez. Nos convenció sin mucho esfuerzo de formar un equipo de baloncesto y jugar la liga escolar. Todos aceptamos. Perdíamos cada partido por más de 10, por más de 20 y de 30, pero la humillación de las derrotas por paliza me parecían un precio justo a pagar por compartir tiempo con Marisé. Uno no se enamora dos veces porque sí.
Un sábado por la mañana nos tocaba jugar en una zona del extrarradio llamada coloquialmente Vichita, Covadonga como nombre real. Mis amigos de otros colegios me advertían y animaban a no ir al partido, corría el rumor de que en aquel colegio tenían el récord de victorias como equipo local porque el visitante nunca se presentaba por miedo a no volver. O volver a medias.
Salimos del vestuario con el propósito de perder por menos de 20. Cuando eres consciente de que no puedes ganar, le pones límites a las derrotas como objetivo. Y así nos arrastramos por la cancha, decididos a no cometer errores y sin preocuparnos de los aciertos, durante el tiempo reglamentario sin más público que nosotros mismos y un equipo rival ilegalmente mayor. Ni padres, ni amigos, ni siquiera un vecino aburrido mirando desde la ventana del edificio de enfrente. De vuelta a las duchas nos encontramos todas las mochilas abiertas. Se habían llevado nuestros walkman, nuestras monedas, las zapatillas de marca y las de imitación también. Se habían llevado incluso nuestra derrota después de la derrota dejando un mensaje escrito en el espejo del lavabo: «Si decís algo a alguien lo lamentaréis». Vichita nos había ganado por más de 20 y de 30 y comprendimos que éramos demasiado niños para algunas zonas de la ciudad.
Dejé el equipo de baloncesto y me inscribí en el de bádminton, la liga se jugaba en el seminario y por aquel entonces todavía creía que era un lugar seguro. Un lugar de Dios. Y olvidé a Marisé.
Hace pocos días que el destino, empeñado en no dejar de jugar conmigo a ese juego del desbarajuste, me hizo tropezar con un western llamado Wichita: ciudad sin ley y el burro que siempre he sido se rió por dentro comprendiendo que Covadonga no era más que la versión liviana y local de Wichita.
Esto no es Kansas, pero tenemos nuestra propia ciudad sin ley.