El pollo dorado

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

20 oct 2017 . Actualizado a las 19:51 h.

No siempre he sido tan cobarde como lo soy ahora, y a pesar de perderme todos y cada uno de los desayunos de mi infancia persiguiendo embobado el vuelo de una mosca que a veces ni existía, hubo un tiempo en que nada conseguía asustarme. Ni siquiera aquel caballero que se vestía con zapatos de mujer a la puerta del colegio.

Tras el divorcio, mi primer padre jugaba a tener hijos una vez por semana. Un día corto donde la mitad del tiempo se perdía entre tiendas de tendencias y bebidas en terrazas de bares de moda. El resto de las horas las pasábamos en otras tiendas de tendencias y otros bares de moda. Solía llevarnos a comer a los mismos sitios. Restaurantes modernos donde te empujaban la silla al sentarte, donde te agotaban la cartera al levantarte, muchos dientes y propinas pobres.

La última semana de mes, esa en que uno ya solo compra productos de marca blanca en los supermercados, cambiábamos los lujos del restaurante Río por el Copetín y su menú del día o, en el mejor de los casos, por el Pollo Dorado.

El Pollo Dorado estaba situado en un callejón con salida y custodiado por bares de copas a ambos lados. Los portales siempre estaban llenos de cascos de cerveza, vasos de tubo rotos y la derrota de la resaca descansaba en cada esquina en que alguien había vomitado pocas horas antes. A pesar de eso era mi restaurante favorito.

Nada más entrar el olor a serrín esparcido por el suelo se batía en duelo con el aroma de los pollos que detrás de la barra giraban hipnóticos en bloques de 4, atrapando sin vuelta atrás tu apetito mientras el rugir del estómago se declaraba en rebeldía.

El piso de abajo, abarrotado en cada esquina por todos los cacharros viejos que uno guarda en la buhardilla, apenas tenía luz, prescindible para ver como la bandeja de pollo asado y patatas fritas por fin se posaba en el mantel de papel blanco que antes, durante la espera, yo había cubierto de monigotes.

Silencio sepulcral durante 20 minutos. Después solo huesos y un último trago al refresco.

Tras pagar la cuenta mi padre siempre se fumaba un cigarrillo en la barra delante de un café solo largo. Con dos azucarillos. Apenas cuatro minutos. Tiempo justo para escapar a la calle y visitar el ventanuco del bar de enfrente, el 12 de Octubre, donde unos tipos sin apenas dientes ni higiene balbuceaban en un intento vano de discutir utilizando algún tipo de dialecto que sonaba inventado. Según se decía eran los señores de la droga.

Un lunes de aquellos en que yo todavía no era un cobarde, me acerqué después de comer. «¿Vosotros sois los de la droga en los caramelos verdad?», me miraron con una mueca que adiviné sonrisa y uno susurró «Sí, pero no se lo digas a nadie».

Mi padre me cogió brusco del brazo y tiró de mí durante cuatro o cinco calles.

El Pollo Dorado sigue en pie, en el mismo sitio con los mismos azulejos blancos en el suelo.

El 12 de Octube ya no existe, no hay ventanuco ni caramelos.