No hay peor termómetro en el mundo del fútbol que hablar del pasado. La añoranza no suele ser buena compañera de viaje para casi nada, y hasta hace pesar las piernas cuando se echa el balón en el verde. Este martes, aún con el shock de ver al Deportivo en la lona, aparecieron por mi cabeza varios fogonazos de aquel adiós que se le brindó sin piedad alguna al antiguo CD Ourense. Han pasado ya seis años y aún parece ayer. Crecí acostumbrado a que mis veranos fuesen acompañados de un álbum de cromos y recuerdo a Currás o Modesto, junto a Baba Sule. «Eran tiempos dorados, un pasado mejor», canta Andrés Calamaro.
Casi media temporada de esta funesta Segunda División que se ha llevado por delante al equipo de mi vida la he pasado en el bar Paco, un pequeño reducto de deportivistas en el barrio ourensano del Vinteún en el que cada jornada era digna de una obra de teatro. Ha sido el hogar ideal para perder los papeles durante 90 minutos cada 15 días. No recuerdo un solo día en el que no estuviese un aficionado acordándose de Dios y el Espíritu Santo para luego pedirles fortuna casi sin querer, entrelazando los dedos en una imagen casi divina aún sabiendo que las puertas del cielo se nos cierran. En este descenso a los infiernos del Deportivo me venía a la mente la incontable lista de viajes para animar que han pagado en la Peña de Verín. Tal vez el club deba dejar de mirar atrás para hacerlo más a su alrededor. Porque el fútbol, sin padres e hijos en las gradas ni un vínculo que perdure, solo es el juguete de quienes no lo entienden.