Las luces pueden hacer más brillante una navidad, pero no más feliz. La música puede aportar más jolgorio al carnaval, pero no necesariamente más diversión. Cuántas veces hemos dicho eso de «Venga, damos una vuelta y a casa». Y lo que se preveía una velada tranquila, incluso sosa, acababa siendo una de las noches más largas, de esas de risas de doler la barriga, de pies machacados de tanto bailar, de frío porque regresabas a casa ya amaneciendo. Recuerdo cuando las mejores salidas eran las que no planeabas, aquellas en las que ni siquiera te habías maquillado y habías pasado de ponerte tacones. Aquellas en las que te veías apurada porque en el kit de supervivencia nocturna (llaves, kleenex, dinero) solo habías metido 20 euros.
Coincido con la asociación A Pantalla, de Xinzo, que esta semana le recordó a través de una carta al alcalde de Ourense que el entroido no funciona a golpe de dinero. Después de que el regidor presumiese de multiplicar por cuatro el presupuesto destinado al carnaval, pusieron el acento en que más no siempre es mejor: «O entroido non vai a golpe de cartos, aínda que pagara ó sambódromo todo de Río de Janeiro».
Esta es la fiesta de la calle, de la irreverencia, de la parodia, de la ironía, de la improvisación... Y aunque no hay nada mejor que el efecto flautista de Hamelín de una charanga, el éxito de la fiesta no depende de que haya veinticinco. Ni de un programa oficial. El éxito está en conocer a una representante de Satisfoller, saludar a Isabel II (¡menudo parecido al Trangallán!) en el Latino o escarallarte a reír con el chico disfrazado de maruja que te riñe en el Miudiño porque apoyaste la copa sin «posavasiño» y se afana pasando el Pronto y el paño. Carnaval, carnaval.