El viernes miles de niños salieron a la calle disfrazados y desfilaron en grupo, animados por el espíritu del carnaval, por el ritmo de las batucadas, pero sobre todo por sus profesores. Daba gusto ver pasar a los pequeños que salían de la praza Maior para recorrer el Paseo. Nos trasladaban a nuestra propia infancia y, según la temática elegida, a otras épocas históricas, al fondo del mar o al espacio sideral. Pero si entrañables eran los niños, más entrañables me parecieron los profesores. Jóvenes, veteranos y de mediana edad. Supongo que a algunos les encantará el carnaval y otros lo odiarán. Pero les dio igual. Todos demostraron el entusiasmo equivalente a una charanga. Y durante el desfile —y los días anteriores, mientras preparaban sus disfraces— les dieron muchas lecciones a nuestros hijos. No solo de manualidades. Les enseñaron a trabajar en equipo, a compartir, a organizarse, a perder la vergüenza, a reírse de sí mismos, a conocer sus tradiciones, a perder el miedo de salir a bailar... Lo hacen ahora, en el entroido, pero también en Navidad o en los festivales de fin de curso. Le fabrican recuerdos a nuestros niños y a los padres nos hacen sentirnos orgullosos y felices.
Yo pienso que es de agradecer. Entiendo que no es el ideal de jornada laboral vestirse con bolsas de basura, trozos de goma eva, maquillarse y, lo que es más estresante, hacerte cargo de 25 chavales en la calle. Sobre todo si no te gusta disfrazarte y te machacan las batucadas. Pero al ver a los niños cantando con sus profes, caminando dando botes detrás de ellos, algunos padres les perdonamos todo: incluso esas listas imposibles e interminables de materiales para hacer el disfraz. Ja ja. Que viva el carnaval y que vivan los profes que se pintan la cara.