En esta sociedad de brilli brilli en la que a veces nos creemos que vivimos no viene mal, de vez en cuando, un golpe de realidad.
En un momento en el que parece que la vida es eso que pasa en las pantallas que tenemos delante de la cara, no estorba poner la mirada en las personas con las que nos cruzamos por la calle.
¿Cuántas veces nos quedamos prendados de las alfombras rojas e idealizamos a quienes pasean por ellas, deseando ponernos en sus tacones? ¿Cuántas veces proyectamos la imagen del más y mejor y ponemos buena cara solo por si salimos en la foto? ¿Cuántas veces nos gustaría ponerle a nuestro día a día un filtro de Instagram permanente?
A las personas que ayer recogieron el premio Barquense del Año en el Casino no les hacía falta postureo para que cualquiera se diera cuenta de que estaban felices y emocionadas. Solo había que mirarlas a la cara. No había focos, como en las galas de entrega de galardones, y la escultura no era de metal, sino de terracota. Pero quienes lo recogieron, seguramente, no lo cambiarían por ningún otro. El reconocimiento fue para la asociación de familiares de enfermos mentales Morea. Y claro, la enfermedad mental es una cosa jodida. Como decían los responsables de la entidad esta semana en La Voz, cada vez se habla más de ella pero los medios siguen siendo los mismos: pocos.
Por eso resulta reconfortante pensar en cómo se sintieron ayer las madres de los usuarios de Morea que hace veinte años se arremangaron para que sus hijos tuvieran la atención que necesitaban. Gente de verdad, con problemas de verdad y con reacciones de verdad. Gente que no necesita fotocol, ni stories, ni likes, pero que recibió su premio como si fuera un abrazo apretado.