Tengo una amiga a la que esta semana le ofrecieron formar parte de una lista electoral de cara a las próximas municipales. La verdad es que no me extraña. Es competente, resolutiva, empática, honesta y se hace querer. Si es que es hasta graciosa la tía. Una buena persona que le cae bien hasta a quien le cae mal. Un dato: en la pandilla la apodamos la gerente porque siempre lo resuelve todo.
Es curioso porque cuando lo puso en el grupo de wasap, todas le dijimos lo mismo: que no nos extrañaba, que menudo ojo tenían los del partido, que ya sabíamos que era una crac... Pero de las diez personas que respondimos ni una siquiera le preguntó si iba a decir que sí. Lo descartamos automáticamente. Cierto que tiene una carrera profesional brillante, construida por ella misma (y solo por ella misma) pasito a pasito. Cierto que contribuye a hacer de este mundo un lugar mejor, ejerciendo sus responsabilidades laborales pero también las que tiene como vecina o como madre. Así que es probable que tanto ella como nosotras, sus amigas, pensemos que ya hace suficiente y que no necesita de la política ni siquiera para aportar lo mejor de ella misma a la sociedad. Pero, ¿por qué no nos preguntamos si la política la necesita a ella? ¿Qué ha pasado para que no le deseemos que forme parte de un proyecto como es el de participar en el gobierno —o en el control del gobierno desde la oposición— del lugar en el que vive? Supongo que será eso que llama desafección de la política. A muchos no nos gusta, pero tampoco daríamos un paso adelante para intentar cambiarla. Por eso me parece admirable quien, teniendo su vida profesional asegurada, dice que sí.
Respecto a mi amiga, a ver si se lo piensa y en el 2027 va en la lista... pero para alcaldesa.