Para los que ya nos hemos convertido en unos cínicos hay un momento del año propicio para sacudirnos el sarcasmo e intentar creer, aunque sea solo durante un ratito, en la bondad del ser humano. Y ese momento es el mes de junio, cuando los estudiantes ponen fin a una de las etapas más importantes de su vida —puede ser el instituto o la universidad— y, vestidos para la fiesta que es la juventud, celebran sus graduaciones.
La de COU la tengo muy borrosa. Me hace falta un reencuentro de esos que se hacen en las series y películas americanas para refrescar la memoria. Aunque conservo una banda verde con el nombre del colegio no he sido capaz de guardar los detalles, pero sí la sensación de tener mariposas en el estómago y de creerme mayor. Ja.
La de la universidad sí la recuerdo, con mucho detalle, y puedo casi tocar la emoción de aquel día, que concentraba la de aquellos años. Todavía conservo, además de la banda, el guion del discurso que di a medias con un compañero del turno de tarde. También el pantalón y la chaqueta que me compró mi madre para aquel día. Allí estábamos, 250 tíos dispuestos a cambiar el mundo que, en cuanto salimos de la ceremonia, solo queríamos apurar el tiempo de comer con nuestros padres para irnos a beber con nuestros amigos. Siempre hay prioridades.
A lo largo de este mes cientos de estudiantes han dicho adiós al campus y se han mirado al espejo del futuro. Una alumna de Educación Infantil decía en La Voz que quiso hacerse maestra para cambiar el mundo, para construir una sociedad mejor. Y digo yo: ¿por qué no hacemos una cosa? ¿Por qué no nos ponemos de acuerdo y le hacemos ver que todavía es posible, que en realidad sí puede conseguirlo?