A veces me resisto a hablar de política porque no quiero que se me note el desencanto. No llego a los límites de un compañero que cada vez que se encuentra con algún absurdo relacionado con la gestión pública me manda un mensaje en el que se encomienda a la extinción. Pero casi. Confieso que soy de esas que va esquivando los puestos que los partidos colocan en el Paseo. Llamémosle pudor, pero me parece algo tan trascendente y tan personal que no me apetece hablar de ello en un chiringuito y recoger un folleto como si fuera el de un supermercado. Esto me recuerda a una vez que mi hija, siendo pequeña, me dijo que la parte más íntima de uno era el cerebro. Clarísimamente es más lista que yo. Pero sigo, que me pierdo. El jueves iba precisamente por el Paseo, pero como era la hora de comer no tenía que ir esquivando políticos ni aspirantes a políticos. Un grupo de jóvenes, calculo que tendrían unos veinte años, se fijaban en el contenedor vertical colocado por Democracia Ourensana. Uno se paró y le preguntó a los otros: ¿entonces, si vienes aquí puedes votar? La verdad es que me dieron ganas —en plan señora mayor, con perdón para las señoras mayores— de pararme y explicarle cuatro conceptos. Me contuve, pero me resultó profundamente descorazonador. Es cierto que uno de los amigos le dio una colleja metafórica. Pero vi bastantes caras de póker entre el resto. Que haya adultos que no sepan cómo funciona su sistema político es bastante clarificador. Si esto fuera un juicio en lugar de un artículo sería fácil terminar: no hay más preguntas, señoría.