Hace 23 años, un centenar de bosnios llegaron a Galicia huyendo de una de las guerras más crueles que ha conocido Europa. En O Carballiño recuperaron una vida. Algunas de aquellas familias se instalaron en Galicia demostrando que la integración puede resultar sencilla cuando ambas partes ponen de su parte. Su experiencia cobra especial importancia cuando miles de sirios piden ayuda.
22 nov 2015 . Actualizado a las 11:01 h.Mientras decenas de miles de refugiados sirios se agolpan a las puertas de Europa huyendo de la barbarie, no pocos ciudadanos de la Unión exponen sus dudas sobre la capacidad de sus países para mantener a más gente cuando el trabajo escasea y la solidaridad no sobra. Sin embargo, el fenómeno no es nuevo. Hace más de veinte años, un centenar de bosnios aterrizaron en Lavacolla huyendo de las bombas, los asesinatos y las violaciones. Llegaron con una mano delante y otra detrás y la generosidad de unos cuantos hizo posible que hayan podido seguir con sus vidas, criar a sus hijos y darles el futuro que el país donde nacieron les negó. Aquel grupo se instaló durante algo más de un año en O Carballiño, para luego ser diseminado por diferentes concellos de Galicia. La mayor parte de aquellas familias, mujeres y niños sobre todo, acabaron volviendo a sus lugares de origen o buscaron otra vida en Suecia, en Alemania, en Estados Unidos o Canadá. Algunos se quedaron en Galicia y se integraron absolutamente. Este es un relato coral de su historia.
MAYO DEL 92
El estallido. «¿Que si me acuerdo? Perfectamente». Alma Sehovic, 35 años, me mira y da una calada profunda a su cigarrillo antes de seguir. «Me acuerdo de que mi padre se fue a un pueblo cercano para ver a mis abuelos. Era un fin de semana. Yo quería ir con él y no me dejó. Me quedé llorando, enrabietada. Al día siguiente, los tanques estaban en las calles». Alma tenía entonces 12 años. Murveta Meholjic tenía 36 y dos hijos. Vivía en Srebrenica y trabajaba como administrativa en una empresa en la que su marido era el director: «Veíamos en televisión los conflictos que había en Eslovenia y luego en Croacia, pero nadie pensaba que iban a llegar hasta Bosnia. De repente, la gente empezó a faltar al trabajo, sacaban a los niños del pueblo. Un día, una compañera serbia me dijo: ?tenéis que iros. Van a llegar unos fanáticos serbios que asesinan a los hombres y violan a las mujeres y a las niñas?. Yo me fui con los niños a Montenegro, pero mi marido se quedó, porque la empresa todavía funcionaba». Nunca más lo volvió a ver. Suvada tenía también 36 años en 1992: «El día que decidimos marcharnos yo hice las maletas y llamé a la estación de autobuses. Nadie contestó. Así que mi marido, Bajram, salió de casa para comprar los billetes. En cuanto cerró la puerta se oyó el tableteo de una metralleta. Fue el primero. Pensé que lo habían matado». Pero Bajram no murió, está a su lado, escuchando el relato en la cocina del piso de Sarria donde viven ahora. Sonríe, pero tras sus ojos francos y claros se esconden experiencias inenarrables. Aquel día empezó una vida nueva, salpicada de muerte y sufrimiento, pero afortunadamente corolada en la tranquila cocina en la que ahora conversamos.
MAYO-DICIEMBRE DEL 92
La huida. En la misma cocina Suvada ha preparado café bosnio. Explica que la clave no está en el tipo de café sino en la forma de prepararlo. Y resulta extraño escuchar de sus labios la receta del café y a continuación la estremecedora peripecia que tuvo que pasar para salir de la guerra. «Dicen que la suerte no existe, ¡ya lo creo que existe! Nosotros estuvimos varias veces a un segundo de morir». Suvada relata como un soldado serbio estuvo a punto de lanzar una granada en el sótano donde estaba refugiada con su madre y sus hijos y otro le paró en el último momento. O como ese mismo día la pusieron en una fila frente a un fusil y que, cuando ya pensaba que iba a comenzar la ejecución masiva, llamaron al soldado para que acudiera a otra casa. «Yo solo pensaba que mis hijos se iban a quedar sin sus padres. Me quedé como una piedra. No sentía nada». Bajram asiste en silencio al relato de su mujer. Él también estaba en aquella fila que se salvó de la ejecución, pero no pudo librarse del campo. Aquel mismo día lo embarcaron en un camión hacia una instalación de prisioneros a la que entró con 80 kilos y salió con 50: «Me dijeron que solo serían tres días, pero fueron más de tres años». A partir de ahí, Suvada y sus tres hijos iniciaron una peregrinación que les llevó a Montenegro ?«pasamos la frontera en el coche de un amigo serbio»? y, de allí, a Macedonia.
La pequeña Alma acumuló recuerdos en aquella salida de Bosnia que ahora surgen como en una pequeña catarsis al tonificante sol que baña una terraza de Santa Cristina: «Los serbios pusieron unos autobuses. Decían que si no nos íbamos, nos mataban». Salieron también camino de Montenegro. Recuerda que en el autobús viajaban solo tres hombres: «Nos paraban, sacaban la ropa de las maletas y la tiraban por el suelo. A los hombres los asesinaron allí mismo». Y vuelve a fumar. De Montenegro recuerda que le dijeron que estarían solo unos días, pero fue un mes: «Veía pasar a los camiones llenos de gente disparando, las ambulancias llevando a los heridos... Un caos». Finalmente pasaron a Macedonia, donde la familia estuvo siete meses: «Éramos catorce personas en la misma casa. Yo tenía 12 años, pero me encargaba de mis hermanos y de hacer la comida para todos».
Murveta salió de Srebrenica con sus hijos y sin su marido por un camino similar: «En Montenegro, un día vinieron unos hombres de negro y nos dijeron que nos iban a matar». Estaba con sus dos cuñadas y sus sobrinos, tres mujeres y seis niños. Estuvieron tres días encerrados en aquella casa hasta que decidieron escapar; tentar a la suerte para eludir una muerte segura. «Cuando llegamos a Macedonia nos instalamos en un albergue. Éramos diez en la misma habitación. Y el baño lo compartíamos cien personas».
DICIEMBRE DEL 92
O Carballiño. Un día, la radio, la televisión, empezaron a difundir un mensaje: algunos países se ofrecían a recoger a las víctimas del conflicto bosnio: «Mi padre nos rogó que nos fuéramos y nos apuntamos enseguida. A Turquía, a Finlandia y a España. Nos llamaron pronto y llegamos a Galicia. No sabía ni dónde estaba en el mapa». Alma evoca como, en pocos días, su vida dio un giro: «Fue muy fácil. Enseguida nos pusieron profesores para aprender castellano y enseguida nos integraron en los colegios. Volvimos a tener rutinas, nos llevaban al fútbol, al baloncesto. Galicia se convirtió en un paraíso para nosotros». «Se portaron muy bien con todos ?dice Murveta, mientras juega con su nieto de menos de un año en un parque de O Porriño? . Me acuerdo de la fiesta de fin de año y de las clases de ganchillo. Hicimos una exposición...». Al final, la morriña la vence y me dice para que entienda, por qué está aquí y no está allí: «Yo solo quería marcharme, salvar la vida y la de mis hijos, que pudieran estudiar».
A España vinieron tres aviones. El primero, a Barcelona, que Suvada rechazó. «Quería que mi madre viajara con nosotros». El segundo, estuvo también a punto de deshecharlo, porque su madre tampoco estaba en la lista. «Pero al final me convencieron». Los recuerdos de aquellos días caen a golpe de viejas fotos que guarda celosamente en un álbum: las fiestas los amigos... Lo mejor de O Carballiño fue el día en que un radioaficionado local consiguió hacerle llegar la voz de Bajram que tiempo después sería liberado y, tras una de aquellas gestiones relámpago de Manuel Fraga, llegaría a reunirse con su familia en Sarria.
A PARTIR DE 1993
El regreso. Suvada volvió a Foca en el año 2000, tras la muerte de su madre: «Tenía miedo. No quería salir del coche». Cuando visitó su casa, estaba destrozada, sin ventanas, sin muebles... «Se lo dí a mi cuñado». No quiere volver: «Queríamos una vida normal y aquí nos acogieron muy bien. Si volviera a Bosnia no estaría cómoda. Esto es como mi país. Mejor, porque aquí hay más fiestas que allá». Bajram, que tiene 57 años, está ya jubilado después de cotizar más de quince años a la Seguridad Social. Sus hijos trabajan (Sanela, una de ellas, es la cantante de la orquesta La Fórmula) y ella aún lo sigue haciendo. También los hijos de Murveta, que ya tiene dos nietos y el tercero en camino. Estudiaron, se colocaron bien y formaron sus familias. Eso la hace feliz. Y cuidar de su nieto, que está empezando a andar: «Yo no tengo donde volver». Y aún así, la idea del regreso nunca la ha abandonado: «Ahora me atan los nietos. Y aunque añoro volver, cuando estoy allí no encuentro mi sitio». ¿Y le queda odio, rencor? «No es odio ?responde?pero te queda algo porque no se puede olvidar lo que nos hicieron. Cuando estuve allí, hace siete años, me encontré con una gente que sacó a mi madre de su casa. Y tuve que hablar con ellos. Pero hay que hacerlo y lo haces». Alma dice que no siente odio: «Pero sí algo de rencor. A mí me quitaron mi infancia y eso es muy injusto». Ella ha vuelto de vez en cuando. De hecho, conoció a su marido en el aeropuerto de Sarajevo: «Tuve la oportunidad de irme a vivir allí, pero he preferido quedarme en España. Aquí nunca me sentí extranjera».
HOY
Asun, la madrina. «Lo primero que me propuse fue aprenderme todos sus nombres. Y lo conseguí». Fueron cien, una tarea nada fácil para Asun Celta, como la conocen los bosnios que pasaron por O Carballiño. Asun, que se implicó de forma voluntaria, admite que compartió con aquella gente muchas risas y muchos llantos. Todos se acuerdan de ella y la citan en sus recuerdos. «Los tengo a todos controlados, por teléfono o por el Facebook», admite. Sabe cómo les ha ido, lo que han sufrido. Habla y habla de todos ellos, de aquellos días. ¿Y si llegara ahora una oleada de sirios?: «Igual no podría hacer tanto, pero si me piden que les eche una mano, claro que se la echaré».