Tengo una relación extraña con las estaciones, de amor-odio. Las de tren son mis predilectas pero le tengo bastante manía a las de autobús. Supongo que en eso tendrán mucho que ver los viajes que hice, las personas que me despidieron en cada una y las que me esperaban a la llegada. Las imágenes ligadas a esas terminales van inevitablemente asociadas a emociones: alegría por un viaje que empezaba o por un regreso a casa; tristeza por dejar un lugar querido o alivio por abandonar uno no elegido; angustia (o todo lo contrario, ilusión) por lo que esperaba al llegar. Con todo eso en mi mochila tengo mis propias conclusiones. Por lo general, las estaciones de autobús me parecen tristes, trasnochadas, incómodas. Como si siempre hiciera frío. Las de tren suelen tener más encanto, me resultan más entrañables y acogedoras. Hasta apetece quedarse un rato.
Me caen un porrón de años encima cuando recuerdo que muchos de los kilómetros que acumulo los hice cuando se circulaba por la nacional y la A-52 era solo un deseo. Odiaba cuando solo quedaba un rato para llegar a casa y teníamos que parar en Xinzo. Casi tanto como, tras partir de Ourense, tener que bajarme en una cafetería de A Gudiña. Todavía me pesa la maleta con la que, en Zamora, subía las cuestas que separan la estación de tren de la de bus. Y me acuerdo del jaleo infame de la terminal de autobuses de Benidorm. Chamartín ha sido el inicio de geniales fines de semana, aunque no sea tan bonita como Atocha. En Oporto faltan ojos para mirar. En la de Zamora siempre ha habido un café para mí. Y la de Ourense, pues oye, no es Grand Central, pero es la mía.
Qué importantes son las estaciones.