De noche, todos los miedos

RAIRIZ DE VEIGA

MARCOS CREO

08 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Tengo miedo. Y piensas que tienes que hacer algo para contenerlo antes de que se apodere de ti. Hacer algo contra él o mejor con él. Entonces, vas y te sientas a leer un libro de Antón Tovar (Rairiz de Veiga, 1921-Ourense, 2004). Te mueves entre las hojas y te pierdes entre los versos. Te olvidas del miedo. Cuando anochece tienes miedo de nuevo. Con la llegada de la noche, todos los miedos retornan a ti, incluso los que ya creías olvidados. Contra todos, además de inventar oraciones cortas e hipnóticas, decides que tendrás que salir a caminar, escribir y leer.

Ya he hecho algo contra el miedo, algo para seducirlo y hablar con él. Te has pasado unas cuantas horas escribiendo sobre los niños y niñas que pululaban por la alargada y retorcida aldea de la lejana infancia. Después trazaste un circuito en tu cabeza y más tarde lo empezaste a recorrer lentamente. Mientras atravesabas el Agra de Ferreiros, en dirección a Quinteiro, Neixón y Nine, ibas repensando y repasando lo que habías escrito. Recordaste que, aunque habías gastado bastante tiempo intentándolo, no habías conseguido redactar un solo verso que te pareciera lo suficientemente digno y honesto.

Vas caminando, andando y contemplando el paisaje, que huele a mar, y a la vez vas rememorando lo que habías plasmado en el folio que dejaste sobre la mesa. Y más o menos decía así: para escribir un verso que sea como mínimo digno y honorable, es necesario haber visitado muchos lugares, haber visto numerosos hombres y mujeres, pero también casas, ciudades y lugares. Pero además hace falta conocer los animales, sentir cómo vuelan los pájaros y conocer el movimiento de las plantas y de las flores cuando despiertan al amanecer.

Es también preciso pensar y adivinar nuevos caminos y territorios ignotos, amigables, pero también hostiles, salvajes. Y asimismo vivir encuentros inesperados, sorprendentes, y experimentar despedidas que se intuían desde hacía ya un tiempo, pero que aún estaban pendientes de consumar. De igual modo, es necesario recordar los días de la infancia cuyo misterio aún permanece indescifrado dentro de nuestros corazones. Y rememorar los momentos en que mortificamos a nuestros padres cuando disfrutaban y celebraban una alegría que no comprendíamos. Evocar los días pasados en los humildes y recogidos espacios en los que escondíamos nuestros sentimientos solitarios, en cuartos vacíos o en hórreos y cabañas.

Es también preciso repasar las mañanas en que recorríamos el cantil de la playa en las grandes bajamares de luna llena, como las de Semana Santa. Y navegar por océanos procelosos en noches que se estremecían en el alto cielo entre tintineantes estrellas fugaces. Se necesita además guardar lembranzas de muchas e intensas noches y amaneceres de amor y desamor, y también de soledad, en las que ninguna es igual a otra.

Haber estado al lado de un moribundo o sentado junto a los muertos en una habitación donde solo se escuchan las voces y los murmullos que vienen de afuera, como del más allá. Esto parece, sin duda, imprescindible. Y al mismo tiempo conviene tener en cuenta que no vale solo con tener recuerdos, se requiere el valor de aprender a olvidarlos, para después adiestrarse en adquirir la calma y la paciencia de esperarlos, aguardar a que sus ecos retornen a las troneras del barco de nuestra memoria. En cuanto tales, los mismos recuerdos no se transforman en reales hasta que no se convierten en nosotros mismos. Cuando esto acontece, entonces en cualquier momento irrumpen en el oscuro escenario de la noche como fantasmas o incluso como espectros y nos desvelan en la alta medianoche, cuando regresan todos los miedos. Entonces, estas inquietantes figuras solo se calman si devienen palabra, escritura o capilla para rezar.