Recuerdo las primeras veces que fui a la biblioteca e incluso cómo olía a libro. Recuerdo el carné, con la foto pegada, y las cajas (verdes si no me engaña el paso del tiempo) con las fichas. Y la sección infantil que hubo en el sótano.
Pero sobre todo recuerdo ver miles de libros y la incómoda pero satisfactoria sensación de que eran inabarcables. También los nervios por si se estropeaba el que me llevaba o si se me pasaba el plazo de devolución. Y la curiosidad por los que solo podían consultarse en sala. Supongo que por eso no se me ha olvidado que horas antes de que se declarara el estado de emergencia por el covid nos apresuramos a devolver los préstamos de la biblioteca, que ahora no tiene nada que ver con aquella a la que yo iba de pequeña pero en la que uno tiene la misma sensación de que hay demasiadas cosas por leer y poco tiempo. Precisamente la pandemia rompió la relación incipiente de mis hijas con la biblioteca. Nada que no se pueda recuperar en un lugar en el que, además, dan ganas de estar.
Esta semana volvían encantadas del cole porque les dieron un nombre de usuario y una contraseña para acceder a un sistema de préstamo en línea. Y aunque ya tenían acceso digital, el hecho de tener sus propias claves para disponer de miles de libros les parecía casi lo mismo que tener la llave de una puerta secreta. Porque las bibliotecas tienen algo mágico.
Que se lo digan a los lectores de Verín, donde estos días hasta sacaron a los autores de novela negra de las estanterías para que los conocieran en persona.