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O Curro: trompos y bolichas (y 2)

MAXI OLARIAGA

BARRO

MAXIMALIA | O |

29 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

A PRINCIPIOS de octubre entraban en la carpintería de Pepe o Nicheiro las bastas ramas del boj. Las arrimaba a su oído y ya podía apreciar el zumbido del trompo que dormía dentro de la madera. Como Miguel Ángel con el David, no hacía Pepe otra cosa que desechar con el escoplo el vegetal inservible, tornear aquel corazón macizo, dibujar sobre su piel una espiral de surcos y armarlo con un estaquillador para hacer de él un poderoso guerrero en el combate y un seductor amante en la danza de los derviches de Alá. Al atardecer, en lo oscuro, aquel clavo arrancaba chispas del cuarzo de los pedruscos de la calle e, incansable, saltaba y saltaba hasta agotar su danza mágica. Zumbando como una sirena lejana se iba quedando dormido el trompo, anunciándonos las vueltas y vueltas, las caídas y los golpes que con el tiempo darían nuestras vidas. Aquellas obras de arte de Pepe, aquella sinfonía monocorde en si bemol, aún valsea en mis adentros las cada vez más escasas ocasiones en que la paz levanta su tienda sobre mi espalda. Poco después, el estruendo. La alegría desbordada del grito y de la risa. Bajo los soportales del Curro, entre los cantos rodados del pavimento a ambos lados del Coliseo Noela, volaban como planetas por el cielo espeso de la calle las bolichas de mármol, de barro y de cristal. Recuerdo muy bien a maestros de aquel arte como Pepe Luis Dieste o Ramoni Salgueiro. Parecía que conocieran los secretos de la física, la aplicación de la ley de la gravedad de Newton o las más innovadoras teorías de la termodinámica. Era una ciencia infusa, un arte geométrico que llevaba a la bola salida de sus manos tres o cuatro metros orbitando hasta estrellarse de modo infalible contra la pieza del jugador contrario. Entonces Pepe Luis dibujaba la futura y ladeada sonrisa de Lee Van Cleef a otro vaquero. Otra algarabía de sueños imposibles, en medio de la calle, la bailaban las niñas bajo la comba con sus tirones. Despellejaban las pantorrillas al ritmo de «A la barca barca, le dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero». Doña Mercedes Cubas, en su escuela, las había aleccionado, manu militari, durante la tarde tratando de que comprendieran que aquellos tirabuzones gloriosos, aquellas trenzas... pronto no serían sino canas de abuelas, lacias y decaídas, ajados cortinones, telones que desfallecerían sobre los ojos finalizando el drama de sus días. Rematando la calle por su izquierda, la maravillosa Escola de Gramática albergaba el Auxilio Social, donde los indigentes podían tomarse una sopa sumergidos en un vaho denso, casi sólido, que se estrellaba en los ventanucos con el alarido de los sin tierra, de los sin pan, de los sin vino... No hace mucho, cincuenta años después, jugaba un niño al trompo en la calle. Mi hermano Xabier lo recogió del suelo, lo envolvió en un cordel, como para abrigarlo de la fría tarde, y lo lanzó al aire. La peonza quedó suspendida en el espacio y lentamente se descolgó hasta la mano de Xabier. Allí entregó su vida. En los ojos de aquel niño leí en un segundo toda la secuencia de mi infancia en el Curro. Comprendí que jamás volvería a ser niño. Ya no tenía el corazón de boj.