Los Gómez de Vilaboa se rapan para apoyar a la gitana Amaya con la quimio y le gritan: «¡Que te importe más tu vida que tu pelo!»
VILABOA
Hijas, marido, hermanos, sobrinos y nietos quieren demostrarle su amor a esta mujer, de 45 años, diagnosticada con dos tumores. También juntaron dinero para llevarla a Pamplona
07 jul 2023 . Actualizado a las 19:26 h.Cuando se habla con Amaya Gómez, una mujer del municipio pontevedrés de Vilaboa de 45 años, debería sonar siempre de fondo una canción de Camarón de la Isla o las palmas de una rumba flamenca. Porque Amaya, puro orgullo gitano, es de estas personas con fuerza de volcán. Su voz suena siempre cantarina; sus carcajadas son siempre sonoras y hasta estridentes y la revolución que corre por sus venas a diario se hace notar. Por eso es muy impactante escucharla ahora. Tiene un hilo de voz. Pero, sobre todo, es como si alguien le hubiese dado al botón de apagado a su melodía vital. Está triste, muy triste. Y lo está porque tiene muchas razones para ello. En diciembre perdió a una hermana de 52 años. En febrero murió otro de sus hermanos, de 35 años y padre de tres niños. Y el día 23 de abril, en medio de su dolorosísimo luto, le diagnosticaron un cáncer al que le pusieron un apellido muy difícil: «Me dijeron que era agresivo», indica. Desde entonces, Amaya milita en la liga de los enfermos oncológicos, agarrándose al tratamiento con quimioterapia para salir adelante. Está poniendo todo de su parte. Y está descubriendo que tiene una familia y unos amigos dispuestos a darle tanto apoyo y tanta alegría como para suavizar la tristeza que arrastra. Lo último que han hecho por ella es raparse, para demostrarle que el pelo, ese que para las mujeres gitanas es sagrado, tiene una importancia muy relativa cuando vienen mal dadas: «Tu vida vale más que tu pelo», le grita su marido David, sus hermanos, sus sobrinos o sus nietos. Y Amaya llora de emoción.
Sin dejar de alabar a Dios y pedirle que las desgracias dejen de sucederse en su familia, Amaya, desde su aldea de Postemirón, en Vilaboa, quiere contar lo que los Gómez Montoya llevan viviendo desde hace unos meses. Y lo hace no para recrearse en sus tragedias, sino poniendo el foco en que, en medio de todo el dolor, la familia se está reivindicando como una roca imposible de romper. Cuenta que, efectivamente, en diciembre murió su hermana. Tenía achaques de salud importantes, pero nadie esperaba ese desenlace. «Fui muy duro. Somos once hermanos y desde que hace años falleció nuestro padre no habíamos vuelto a tener un fallecimiento tan cercano. Mi madre lo pasó muy mal y mis sobrinos, sus hijos, también». Si esa muerte fue difícil de asumir, lo peor llegó en febrero, cuando murió su hermano de 35 años, con dos hijos pequeños y una tercera a la que ya no llegó a conocer. Eso, dice Amaya, cambió por completo a la familia: «Es que nos partió en mil pedazos, nadie pensaba que nos podía pasar algo así. Porque además todavía no sabemos qué fue exactamente lo que ocurrió. Estaba sano y de un día para otro se nos fue, así... nunca llegamos a entenderlo», explica Amaya.
Ella, famosa en toda España por tapizar diseños que le encantan a los gitanos, desde zapatos gigantes llenos de purpurina y lentejuelas a llamativos cabeceros de cama, cambió sus vídeos en las redes sociales por audios o apariciones mucho más esporádicas. ¿Por qué? Porque la tradición gitana indica que, estando de luto, no se puede salir en fotografías y vídeos. Amaya, sin faltar a su ley, transmitía a sus miles de seguidores que lo estaba pasando muy mal, que no podía casi respirar sin su hermano. Ella cree que la tristeza tremebunda que arrastra influyó en que enfermase: «Sé que no tiene que ver una cosa con la otra, pero es que yo siempre estuve sana y de repente mueren mis hermanos y yo también enfermo». Le dijeron en el Sergas que tenía que tratarse porque le habían detectado dos tumores malignos. Y su hermano mayor tocó a rebato: «Reunió a toda la familia y les dijo que iban a juntar todo lo que tenían para llevarme a mí a Pamplona, a una clínica privada, y hacerme rápido todas las pruebas que hiciesen falta. Le conté a los médicos del hospital de Pontevedra lo que iba a hacer y me dijeron que no había problema».
Le hicieron todas las pruebas en Navarra y, poco tiempo después, comenzó a tratarse con quimioterapia en el Sergas. Le dijeron que era un tratamiento duro, que era probable que perdiese su enorme melena de forma fulminante. Ella reconoce que ese fue un momento terrible: «Para las gitanas el pelo es sagrado. Yo siempre tuve mi melena larga, de pequeñas mi padre no nos dejaba ni cortarnos las puntas. Las gitanas siempre llevamos el pelo largo», dice. Por eso su ánimo se vino abajo en cuanto sus mechones se cayeron. Los suyos, conscientes de ese sufrimiento, actuaron rápido.
Una de las primeras en mover ficha fue su Celeste, un orgullo de hija que no deja de formarse y que rompió todos los techos de cristal de las mujeres gitanas, logrando superar estudios secundarios, yéndose sola a trabajar fuera y procurando siempre una vida independiente. Celeste le llamó a Amaya para decirle que se iba a rapar el pelo para tener la cabeza tan pelada como la suya. La madre recuperó entonces su tono de voz habitual, su energía tremebunda, para decirle que ni se lo ocurriese, que siempre, por imperativo materno, había llevado el pelo largo como buena gitana y que así seguiría siendo. De tan enfadada que estaba le colgó el teléfono. Pero a Celeste le dio igual y a los pocos días se presentó en casa de sus padres con el pelo al cero: «Parece un chico, a mí no me gusta nada», dice la madre. Pero luego, con la boca pequeña, reconoce: «La verdad es que fue un gesto bonito que hizo por mí. Mi otra hija también se rebajó el pelo... yo prefería que esta hiciese lo mismo, pero les estoy agradecida a las dos».
A partir de ahí, toda la familia fue detrás. Se rapó su marido, David, al que ella llama cañón no porque sea su apellido, sino porque tras toda una vida juntos lo sigue viendo «cañón, cañón». Y se cortaron el pelo también sus hermanos, sobrinos, sus dos nietos pequeños... y hasta tiene amigas de todos lados mandándole fotos con la melena corta. Todo ello para demostrarle a Amaya que el cabello ya crecerá, que lo que importa ahora es su vida. De hecho, David, su marido, acompañado de toda la familia, le lanza un mensaje contundente: «Que te importe tu vida y los que te rodean más que tu pelo, que el pelo no tiene importancia». Amaya llora. Pero, por un momento, sus lágrimas no son tanto de tristeza como de emoción.
Su ánimo va cambiando conforme avanza la conversación y Amaya saca fuerzas de donde no las tiene y recupera a esa gitana de raza y hierro que es. Habla con emoción de los vídeos que le llegan dándole apoyo. Cita a la familia de Camarón de la Isla, grandes amigos suyos y recupera en su teléfono un vídeo que le mandaron dándole ánimos. Dice que, si por apoyo fuese, su cáncer estaría fuera de juego. Pero toca seguir ahí, de momento yendo a la quimioterapia cada 21 días y luego semanalmente. Amaya, otrora forofa de su amado Camarón o de las melodías de Niña Pastori, ahora no quiere que la música del mundo entre su casa, donde solo escucha «alabanzas al Señor». Sin embargo, la melodía de verdad, la que le sale a ella de las tripas, aunque parece apagada, solo está sonando muy suavecita; esperando a que ella mejore y recupere esas sonoras carcajadas tan suyas, tan exageradas y contagiosas que son capaces de borrar de un plumazo toda la tristeza del mundo. Cuando vuelvan, se enterarán todos. Porque así es Amaya.