Llené un vaso de cristal con agua y me recosté contra el piano de cola para bebérmelo. Mis ojos se pasearon por la habitación en penumbra y se detuvieron en la mesita de café de mármol.
Sobre un libro de arquitectura blanco, grande y pesado -de los que solo sirven para decorar- reposaba una pequeña escultura de color marrón cartón. Representaba un árbol de tronco ancho y ramas gruesas, cortas, retorcidas y completamente desnudas. En aquella falta de luz, se asemejaban a brazos y cabezas, que todas a la vez y unas contra otras intentaban escapar por un pequeño agujero del infierno.
No recordaba haberla comprado, o haberme fijado siquiera que estuviese ahí antes. Instintivamente, volví a las cuatro paredes que me rodeaban, ahora escrutando cada rincón y estantería, buscando otros detalles que hubiese pasado por alto. Yo apenas había tenido voto o veto en la decoración de aquella sala o cualquier otra estancia del apartamento. Todo había sido cosa de Elah: el sofá, la pintura, los cuadros, las estanterías y la otomana en la que nadie se sentaba.
“Tienes muy mal gusto”, me había dicho en más de una ocasión. Y así cada pequeño detalle de la casa reflejaba más su personalidad que la mía.
Me acerqué a la mesita y cogí el árbol en miniatura. Era seco y suave al mismo tiempo, como todos los objetos de papel maché. Aunque no veía ningún tipo de línea que lo delatase.
En un arrebato lo hundí en el vaso y coloqué mi nueva obra de arte encima del piano que ninguno de los dos sabía tocar. Me dejé caer en la otomana y me dediqué a observar como la noche volvía invisible el agua y el extraño efecto que transformaba el cartón en una pasta que flotaba en la nada, como una nube galáctica de polvo.
En la mañana haría las maletas y me marcharía, pensando en si a Elah -artista como era-, le costaría descifrar mi nota de despedida, allí (muda) sobre el piano.
David Meirás Lata. 45 anos. A Coruña.