La carrera al mar era nuestro juego favorito. Andrea, montada en su Bh azul, era rápida y me ganaba siempre, a pesar de su problema de huesos.
La carrera nos divertía mucho más que las canicas, la peonza o las chapas; el momento perfecto era a última hora de la tarde cuando el mar tragaba al sol rojo.
Todo cambió cuando apareció el pájaro.Aquel atardecer, pedaleé hasta la casa de sus abuelos y la descubrí al girar la curva. Chirriaron los frenos de la vieja bicicleta de papá, se giró sobresaltada y me perdí en sus ojos azul grisáceos, que recordaban al mar picado.
Los ojos me retaron y se lanzó cuesta abajo. A falta de cien metros, trastabilló, zigzagueo, y, con dificultad, recuperó el equilibrio, pero como siempre, permití que ganara. Se desvistió rápido, su cuerpo quedó cubierto por un bañador rosa y, descubrí las manchas moradas de su espalda, que semejaban mariposas balanceando sus alas.
Después de media hora nadando, salpicándonos y jugando, nos tumbamos y ella descubrió, entre las rocas, un pájaro de plumaje negro, con reflejos metálicos verdes y púrpuras. Tras recibir cuatro picotazos, lo rescate y regresamos a casa, Andrea, con el animal en brazos, y yo empujando las bicis.
Con una tablilla y cinta aislante azul le vendó la pata. Al levantarse, su rodilla crujió, se le escapó un gemido, se alejó cojeando y mordiéndose los labios.
A pesar del calor, cambiamos la rutina. Por las mañanas, Andrea marchaba a la ciudad con la madre y como regresaba cansada y sin ganas ni de tomar un helado, por las tardes, quedábamos en el cobertizo observando la recuperación del ibis. Hasta el día que ella regresó en silla de ruedas y a pesar de sus protestas empujé la silla camino de la playa.
Descendimos en silencio, con el pájaro volando a nuestro alrededor hasta que graznó y se alejó. Andrea me clavó las uñas en el brazo. Temblando, le recorrí el mentón, la nariz, dibujé sus pestañas, y, mientras el mar se teñía de rojo, mis labios rozaron los suyos.
Sofía Rodríguez Suárez. 51 anos. Salvaterra de Miño.