Más allá de los grandes centros expositivos de Serralves o Gulbenkian, pequeños municipios fomentan la creación y custodian colecciones como la de José Lima
01 feb 2018 . Actualizado a las 08:42 h.Al entrar en coche en São João da Madeira, una ciudad de poco más de 21.000 habitantes, cabecera del municipio más pequeño de Portugal, aparece a lo lejos un monumento alto, iluminado. Es Torre Oliva, vestigio de una vieja fábrica de máquinas de coser convertida ahora en centro de atención de visitantes. Esa construcción, esbelta y cúbica, es solo una parte de aquella factoría que alimentó la industria del calzado y el textil en un municipio que, en el año 2012, inició un proyecto de turismo industrial capaz de transmitir al mundo todo el potencial que tenía el pueblo.
Y no se quedó ahí. En el 2013 la Cámara Municipal abrió las puertas de Oliva Factory, un proyecto levantado en las naves de la misma fábrica con la idea de fomentar la creatividad y el talento. Porque en São João da Madeira el arte rezuma por todas partes. Frente a la debacle económica, lucharon con ingenio. Esa pequeña localidad es, además, una prueba de que en Portugal, cuando se habla del tema, hay mucho más que la Fundación Serralves, con la que Oliva tiene acuerdos, o la Calouste Gulbenkian.
En ese pequeño centro uno puede darse de bruces con una de las calaveras de Damien Hirst observando de reojo un cuadro de Julião Sarmento en un concello con menos habitantes que el concello de Culleredo. La calavera y el cuadro son dos de las obras de la colección Norlinda e José Lima, que pueden verse en el núcleo de arte de Oliva Factory. El centro custodia esta colección privada al completo, una de las mejores de Portugal.
Al alcance de todos
No es casual que el empresario del calzado José Lima eligiese esa institución para velar por su heterogéneo conjunto de piezas, que empezó a comprar en los años ochenta. Lo escogió porque era su pueblo. Quiso que todas esas obras adquiridas por impulso a lo largo de los años estuvieran al alcance de todos. Porque la cultura no es solo para las élites. Ahí, un día de semana, en un paseo prácticamente privado puede verse esa miscelánea de piezas. Desde Andy Warhol a Miquel Barceló. De Cindy Sherman a Lygia Pape. Por no hablar de José Bechara. Es una especie de mestizaje artístico comparable a la mezcla racial que se respira en las calles de grandes urbes portuguesas como Lisboa. Es la huella de haber dado la vuelta al mundo.
El núcleo de arte es solo una pequeña parte de esa factoría de la que entran y salen jóvenes cargados con mochilas. La mayor parte trabajan en las pequeñas compañías del vivero que acoge el complejo. Es un punto de partida, un empujón, para dar luego un salto a lo grande. Otros van a la escuela de danza o a esas residencias artísticas que organizan en la Oliva.
Basta con cruzar la calle interior que atraviesa entre las naves que en otro tiempo fabricaron las máquinas de coser para llegar a la incubadora empresarial. Comienza a hacerse tarde. Son más de las 19.00 horas. No hay mucho movimiento. Pero basta con subir la escalera y torcer un pequeño recodo para toparse de bruces con el bullicio nervioso que provoca el estar preparando algo grande. En el atelier de And I Wonder, una marca de zapatos de novia hechos a medida y a mano, están preparando un desfile. Un grupo de señoritas sentadas en torno a una mesa redonda colocan con cuidado los últimos apliques. Han estudiado en la escuela de diseño de calzado del municipio. Lo que hacen también es arte.
Y no solo se queda ahí. Traspasa fronteras desde las fábricas que aún están en activo. Porque en São João da Madeira, en esa ruta de turismo industrial, está Viarco, la única factoría de la península Ibérica que fabrica lápices. De sus talleres salen grafitos para todo el mundo. Llegan al Prado, en Madrid, e incluso al MoMA de Nueva York.