Su único dios es el clic. Nunca están satisfechos. Siempre necesitan más. Más visitas. Más seguidores. Más likes. Más reproducciones. Han sido inoculados con el virus de ser viral. Todo vale para hacerse el gracioso. Molestar a empresarios. Acosar a mujeres. Insultar a hombres. Maltratar animales. Y ahora, humillar a indigentes. Llenar galletas con dentífrico. Volver, con sangre fría, a preguntar si le habían gustado. Limpiarse la conciencia con un billete de 20 euros. Grabarlo todo. Colgarlo en las redes sociales. Y después, sorprenderse porque lo han denunciado. Salir a la calle. Con cámara oculta. E ir molestando a los que van paseando. Preguntar por una calle. Insultar gratuitamente. Y después, indignarse porque le han soltado un sopapo. «Caranchoa», le dijo a un repartidor. Y luego pregonó que la violencia no llega a ningún lado. Youtubers, se llaman. Y no son más que cuatro tarados. Jóvenes poco maduros que no representan un fenómeno que no, que no tiene nada de malo. Que los más veteranos no lo entienden. Que a otros les tiene sin cuidado. Una forma de comunicarse con el mundo al que niños y adolescentes están más que acostumbrados. Jóvenes, iguales a ellos, con los que han conectado. Que tienen los mismos intereses. Que les hablan de tú a tú. Sin intermediarios. Cuidado. Que los youtubers no son ni todos caranchoas, ni unos desalmados. Que gañanes, tristemente, los hay en todos lados.