En Silicon Valley nacen olas que, cuando llegan aquí, se convierten en tsunamis en los que puede ahogarse más de uno
09 ago 2023 . Actualizado a las 05:00 h.De cuando en cuando, una revelación mesiánica de alguno de los gurús de moda del mundillo estartapil pone patas arriba al sector informático en todo el mundo, que suele adoptar la nueva idea apasionadamente, sin evaluar en profundidad las verdaderas intenciones de la misma ni su idoneidad en un contexto completamente diferente.
Una mezcla explosiva de cargo cult y sesgo de confirmación que empecé a llamar «cheskazos» en un grupo de WhatsApp que comparto con otros camaradas del metal. El nombre proviene de Brian Chesky, cofundador y CEO de Airbnb. Hace poco más de un mes, el bueno de Brian supuestamente afirmó que en Airbnb habían decidido prescindir de los Product Managers.
Esas declaraciones coincidieron en el espacio-tiempo con la decisión de una de nuestras startups-bandera de prescindir de parte de su equipo de Producto, la gente relacionó los dos hechos por puro pensamiento mágico y —bingo— ya teníamos cheskazo al canto: la mitad del sector debatiendo sobre si los Product Managers son necesarios.
Lo que no hizo la mitad del sector fue escuchar las declaraciones originales de Chesky, en las que únicamente redefinía el rol en su compañía para que se encargará más de entender por qué se hacía algo que de cómo se hacía, algo de lo que debían responsabilizarse los diseñadores, a los que otorgaba más poder decisión en vez de relegarlos a ser meros ejecutores.
Tampoco tuvieron en cuenta que Chesky es diseñador de formación. Ni que las declaraciones se hicieron en la Config 2023, una conferencia para diseñadores organizada por Figma, una herramienta para diseñadores. Qué más daba. Había acabado la edad de los Product Managers, el tiempo del orco había llegado. Un cheskazo DE LIBRO.
Pero el cheskazo que dio origen al nombre no es el único ni tampoco el primero que ha sacudido la escena tecnológica patria.
Algunos de los peores cheskazos están relacionados con cómo se supone que trabajan ciertas empresas de éxito y la adopción inmediata de dichos procesos y políticas, aunque el contexto y las necesidades de la nuestra no tengan nada que ver.
Por ejemplo, la presunta organización de Spotify en tribus, gremios, capítulos y squads que parece un plan sin fisuras excepto por un pequeño detalle: nunca se implementó.
Era un modelo aspiracional —para intentar escalar la gestión de una compañía que crecía vertiginosamente como el servicio de streaming sueco— que ni siquiera reflejaba su manera de trabajar en aquel momento. Sin embargo, ahí teníamos a bancos, consultoras de servicios, empresas grandes y pequeñas, adoptando el «Modelo Spotify» a martillazos, tuviera o no sentido.
Otro cheskazo importante del mismo tipo fue el abandono de los microservicios por parte de Amazon. En marzo de este año, los ingenieros de Prime Video publicaron un post en el que documentaban cómo habían migrado su proceso de monitorización de calidad de servicio, de una arquitectura de microservicios a un clásico monolito de software, lo que les permitió ahorrar un 90% de sus costes.
El post se hizo viral y provocó una avalancha de reacciones que lo ponían como prueba irrefutable de que los microservicios nunca tenían sentido y solo eran una estafa que añadía una complejidad a un proyecto de software. Solo había un problema: la base de su argumentación era mentira. En realidad, Amazon no acabó con los microservicios, solo los consolidó, optimizando un proceso estable que servía millones de ficheros binarios de forma concurrente. Lo que hacemos todos habitualmente en nuestro día a día, vaya.
Un cheskazo del mismo calibre que cuando Netflix puso de moda los microservicios y, si no los usabas hasta para dar soporte al formulario más oscuro de tu aplicación, eras un troglodita tecnológico.
La verdad rara vez es pura y nunca fue simple.La importancia de llamarse Ernesto (1895)— Oscar Wilde
Pero, sin duda, mis cheskazos favoritos son los que tienen que ver con cómo se supone que gestionan el talento las empresas de mayor éxito.
Un éxito atemporal es intentar copiar el proceso de selección de Google, Apple o el «empresón» tecnológico que toque sin tener en cuenta que los mismos están diseñados para gestionar —y descartar— MILLONES de candidaturas, literalmente. Solo Google recibe alrededor de 3 millones de curriculums de los que seleccionan alrededor de 20.000. Tienes 6 veces más probabilidades de ser admitido en Harvard que en la compañía fundada por Larry Page y Sergey Brin, así que —si no tienes un número similar de candidaturas— parece temerario asumir que el mismo sistema te ayudará a encontrar y seleccionar el mejor talento para la tuya.
Otro cheskazo que está golpeando con fuerza últimamente es la del presunto fin del trabajo remoto en la industria informática, un escenario tan absurdo como afirmar que, a partir de ahora, las empresas van a prescindir de las videoconferencias. Pero oímos que las Big Tech están haciendo volver a sus empleados a las oficinas y damos por hecho que es una tendencia generalizada. La realidad, sin embargo, es un poco más complicada.
En esa nueva realidad, imponer la presencialidad cuando no es imprescindible es igual que exigir a nuestra plantilla que cuente con un título universitario: un requisito que, en mayor o menor medida, reducirá la oferta de talento dispuesto a trabajar con nosotros y que deberemos compensar con un incremento de salarios si queremos mantener el número de candidatos a cubrir nuestras vacantes. A compañías que facturan 2,5 millones de dólares por empleado con un sano margen —como Apple— eso les da absolutamente igual, pero a lo mejor la nuestra no se lo puede permitir.
Supongo que la influencia de los cheskazos es inversamente proporcional a la madurez de nuestro ecosistema tecnológico. Que llegará el día en que seamos capaces de analizarlos con cierta distancia y sano escepticismo en vez de bailar al ritmo de la última ocurrencia del sector sin comprobar antes como suena en nuestro pequeño rincón del mundo.
Mientras tanto, pocas cosas podemos hacer tan divertidas —y, al mismo tiempo, tan productivas— profesionalmente hablando que tratar de identificar en cuántos hemos caído y cuántos hemos sabido ver a tiempo. Nadie está a salvo de un cheskazo.
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