A tres minutos de cumplirse el tiempo reglamentario Argentina consiguió el triunfo, la clasificación, el milagro, la vida y todo. Diego Maradona, a este paso, un día de estos se nos va a quedar tieso en un estadio. No para de sufrir, quizá más que cuando era jugador, y ya no está para esos trotes. Nuestro emblema histórico casi se nos cae desde la tribuna de la emoción, y no es para menos: Argentina la estaba pasando horrible en ese segundo tiempo frente a los nigerianos, nada que envidiarle a Napoleón en Rusia, a punto de hacer las valijas para siempre. Y de golpe, a tres minutos del final apareció Marcos Rojo, un argentino que juega en Inglaterra y al que habría que hacerle un monumento al lado del Obelisco, para meter el segundo gol, el de la loca clasificación a los octavos de final.
Todo lo anterior fue sufrir, como en un tango non stop, porque ese primer tiempo victorioso no alcanzó; ese gol de Messi de derecha, tras espléndido pase de Ever Banega, quedó truncado por la inocente falta en el área de Mascherano a los cinco minutos del segundo tiempo. Masche, tome nota que este es el Mundial de los penaltis y del VAR, no puede jalarse la camiseta de un rival, ni siquiera mirarle fijo, porque llega la pena máxima.
Empate de Moses, y después, casi otro penalti que la Corte Suprema del VAR evitó dictaminar. Estábamos para volver a nuestra realidad nacional de ajuste económico, pero llegó ese centro de Mercado, y Rojo, como quien pasa a saludar, que la empuja contra un poste. Todo eso vio nuestro Maradona querido, quien en 90 minutos te hace todas las caras posibles, y pasa de bailar con una nigeriana a derrumbarse en su butaca; a lanzarse en un festejo alocado. En fin: argentino hasta la muerte.