La urgencia al cerrar el mensaje induce al hablante, y al escribiente, a divertidos errores
09 nov 2011 . Actualizado a las 11:34 h.Hasta no hace mucho tiempo, escribir era una actividad que en pocas de sus manifestaciones traspasaba el ámbito de lo en buena medida privado: cartas, recados, anotaciones, apuntes... o el de una difusión muy reducida y unos usos muy específicos (exámenes y otros escritos escolares, dosieres, circulares, quizás alguna publicación interna...). Pero hoy en día la expansión de las redes sociales ha traído consigo el curioso fenómeno de que muchas personas utilicen la lengua escrita tanto como la hablada, o incluso más, en sus relaciones diarias. Este fenómeno ha supuesto el trasvase de una de las propiedades más características de la comunicación hablada a la escrita, la espontaneidad.
Así, si antes escribir implicaba una tarea de reflexión previa y repaso posterior para que el texto saliera a la luz bien construido y sin faltas, hoy en día se dan muchas situaciones comunicativas en las que lo escrito llega al lector casi con la misma inmediatez que la palabra hablada y sin pasar filtro alguno para corregir errores.
Es fácil, además, que alguien que utilice con frecuencia los tuíteres y los eseemeeses para hablar con sus amigos desarrolle algunos hábitos de despreocupación por el resultado también en otro tipo de escritos.
comunicar es lo prioritario
Quizá esto explique lo que sorprendía a Paco Sánchez (La Voz, 22 de octubre): alguien escribía transgiversar durante una clase. Llamaba la atención, además, que, pese a los medios disponibles en el mismo momento de escribir (una conexión a Internet que permitiría, por ejemplo, enlazar con el Diccionario en línea de la Real Academia), el barbarismo había tomado cuerpo y alguien más refrendaba la existencia de este verbo.
La nota simpática la ponía la observación de que la palabra que estaba buscando el escritor no era, como muchos supusimos al leer el artículo, tergiversar. Si así fuera, se trataría de un caso de etimología popular por el que un hablante analiza el origen de la palabra y, al comprobar en su acervo que no existe el prefijo ter-, lo sustituye por el conocido, trans-. Pero lo que quería escribir era transgredir, error que no admite la anterior explicación.
En tal caso, lo que ocurre es que el hablante, con la estructura de su mensaje ya diseñada en su pensamiento, se topa al materializarlo en sonidos (o en letras) con que no encuentra la palabra adecuada para el hueco del significado ?transgredir?. Su memoria le permite empezar por «trans...» pero no es capaz de recordar sobre la marcha cómo ha de seguir. Lo hace improvisando un nuevo vocablo y... ¡ya está!: transgiversar. La habilidad del receptor (y la voluntad de hacerlo) para descifrar el mensaje permitirá a los hablantes seguir adelante en su comunicación, que para ellos tendrá más importancia que la corrección gramatical o la precisión léxica en ese momento.
Lo más destacable de todo esto, sin embargo, no es el fenómeno en sí, tan habitual como quiera pensarse, sino el hecho de que haya traspasado el ámbito de la lengua hablada y empiece a instalarse en la escrita, algo que sin duda se relaciona con esa espontaneidad (y sobre todo con las prisas) con que ahora se escribe.