El francés Sebastien Loeb con su octavo título en el mundial de ralis encarna el éxito de un piloto que de pequeño destacó en gimnasia pero que soñaba con gasolina. Desde su llegada al campeonato para disputar una temporada entera en el año 2002, han cambiado los pilotos que pelean por el título, los coches, sus mecánicas, sus tamaños, muchas de las sedes de las pruebas, pero el resultado desde el año 2004 es el mismo: Loeb con los brazos en alto sobre su Citroen, de la mano de su copiloto Daniel Elena y con el laurel al cuello.
Nadie en su entorno podía prever en lo que se convertiría Loeb. Hijo de un profesor de gimnasia, sus primeros pasos en competición los dio en esta disciplina en la destacó. Después, se pasó al motor. Llegó a disputar alguna carrera sobre motos. Pero aquí no tendría el apoyo paterno. Estudió para ser electricista, y con su primer sueldo se compró un Renault Super5 GT.
Tras destrozar varios coches, germinó el espíritu campeón que ayer oficialmente hizo historia del automovilismo.