En la línea de este imparable proceso, que busca atraer hasta los cines a esos usuarios de videoconsolas que solo quieren avanzar sin detenerse, se sitúa la película que ahora comentamos. Pertenece de pleno a esa raza de híbridos virtuales con peleas sin límite y limitado esqueleto argumental. Tomando como pretexto los bunraku, que son los espectáculos tradicionales de marionetas japoneses, el director Guy Moshe ha puesto en pie un teatro de muñecos descerebrados que se atizan de lo lindo durante dos horas. ¿Esto es cine? Seguramente no. Los bunraku tienen un explicador, un recitador omnisciente que aquí es una voz en off incansable, vomitando docenas de frases rimbombantes y descacharrantes tipo «El amor es temporal y la esperanza es eterna» o «Ni siquiera puedes encontrar un atardecer hacia el que caminar». Como se ve, el sonrojo está garantizado.
En este mundo de diseño posapocalíptico retro, estilo señorita Pepis, en el que no hay armas de fuego, cabe de todo. Ahí, el malvado Ron Perlman, armado con hachas de variado calibre, se enfrenta al dúo dinámico que componen Josh Harnett, cowboy sin pistolas, y Gackt, samurái sin espada. Harnett, hortera con bigotillo que se toca el ala del sombrero tantas veces como nos toca las partes pudendas, hace bueno al luchador dotado con el más puro estilo de los karatecas de las infaustas películas del Hong Kong de Raymond Chow. También hay un dueño de saloon que es Woody Harrelson, conduciendo algo así como un seat 600 amarillo y una chica de lupanar, Demi Moore, aficionada a tomarse carajillos de colores en la bañera. El ejército de villanos le ha fusilado el uniforme a la Ertzaintza y Jordi Mollá dura lo que un suspiro en esta macarrada de peleas circenses. Y no es un decir. Uno de los combates de los héroes tiene como escenario la red de la pista de un circo. En fin, si tuviéramos que buscar la peor película del último año, Bunraku sería una seria candidata.
«BUNRAKU»
EE. UU., 2011.
Director: Guy Moshe.
Intérpretes: Josh Harnett, Gackt, Woody Harrelson.
Ciencia ficción.
120 minutos.
Parece fuera de toda duda que el grueso de las películas facturadas desde Hollywood están cada vez más próximas a los videojuegos. Poco a poco, las imágenes de síntesis se han ido adueñando del espacio que ocupaban las reales. La acción acelerada prima sobre el argumento y los personajes, estereotipados, carecen de alma.