
Principal, Salón Teatro y Avenida trabajaron un género que murió en 1983
04 mar 2013 . Actualizado a las 19:07 h.S e acuerda de la primera vez que fue a ver una película clasificada S? Haga memoria; seguro que salió del cine inflamado, ya fuera solo o en compañía de otros. Hace exactamente treinta años que aquella clasificación se extinguió. Y lo hizo para bien, sobre todo, de los espectadores, desconcertados con unos baremos a menudo absurdos en los que se metía en el mismo saco S una producción subida de tono sexual que otra que el censor de turno consideraba violenta. Le pasó a Mad Max, que cargó con la puñetera S y obligó a más de un adolescente a dejarse bigote para colarse como adulto en su proyección. Y eso sin un triste muslo que llevarse a la boca.
El caso es que veníamos tan sobrecargados de cine casto y puro bendecido por el Régimen que cuando, en 1977, el Gobierno de Adolfo Suárez se inventó la nueva clasificación, al año siguiente nos tiramos a los cines como si no hubiera un mañana. ¿Quién se podía resistir a la tentación de una frase que advertía al público que «esta película, por su temática o contenido, puede herir la sensibilidad del espectador»? Eso era, precisamente, lo que queríamos: que nos hirieran la sensibilidad.
¿Y a dónde iban los de Santiago a herirse la sensibilidad o lo que fuera? Sobre todo, a tres locales que le daban al género: el Salón Teatro, el Principal y el Avenida. El último le pegó a tantos palos que incluso acabó apostando por el porno duro como sala X.
El sexo como reclamo
Sirva como ejemplo la cartelera que publicaba La Voz de Galicia tal día como hoy, pero de 1983. El Salón Teatro -hoy sede del Centro Dramático Galego- tentaba al espectador con el cartel de Pistolas calientes (subtitulada Venganza a un ultraje), que tenía el acceso restringido, bajo clasificación S, a mayores de 18 años.
Este western erótico dirigido por David Featwood en 1975 era una propuesta cinematográfica de lo más sólida. De lo más sólida, claro, para todo aquel que acudiese al cine con la intención de babear con las carnes de Barbara Bourdon y, si acaso, de entrenarse a oscuras y en solitario en habilidades manuales. El argumento decía así: «Tres fugitivos perseguidos por el sheriff y dos guardias llegan al rancho de Nate, donde encuentran solas a Sara, a sus dos hijas y a Nancy». El resto se lo pueden imaginar: un derroche de pezones en el que habría dado lo mismo que, en lugar de vaqueros, salieran astronautas con tutú.
Los nostálgicos todavía pueden encontrarla en versión VHS en portales especializados. Nunca ganó un Óscar, pero era capaz de encender a toda la tuna. «Cuatro mujeres forzadas a satisfacer los licenciosos deseos de tres fugitivos», rezaba la cartelera. Telita.
Entre 1978 y 1983, por las salas de Santiago pasaron un buen número de producciones que merecieron la clasificación S. ¡La de homenajes que se le rindieron a Susana Estrada! La última que lució la inquietante letra mayúscula tenía un un título que habla por sí solo y fue el colofón: No me toques el pito que me irrito, firmada por Ricard Reguant.
El experto en cine José Luis Losa recuerda perfectamente cómo se repartía la programación en las salas de la ciudad en aquellos años: «La empresa Fraga ponía el material clasificado S en el Principal o en el Salón Teatro. La Capitol la reservaban para los éxitos: James Bond, Tiburón, La Guerra de las Galaxias... El Yago, que era de la misma familia que el Avenida, también tenía títulos más comerciales». Dice Losa que lo del cine clasificado S lo sufrió como espectador, porque los porteros de aquellos años se tomaban la normativa bastante en serio. Bien es cierto que unos más que otros. «El del Principal, por ejemplo, era más permisivo -recuerda Losa-, incluso podías acabar viendo El último tango en París sin muchas dificultades, pero si te tocaba el del Salón Teatro estabas perdido. Aquel señor de bigotito no pasaba una».
Así pues, tocaba tunearse en la medida de lo posible para aparentar más años de los que uno realmente tenía. A menudo, arriesgarse valía la pena. Por la película también pero, sobre todo, por poder contarla y exagerarla después. Lo peor de aquella época entre 1978 y 1983 era la manera en la que los clasificadores enmascarados mezclaban «churras con merinas», y lo mismo le colgaban la S a Pasolini por Saló o los 120 días de Sodoma, por su alto contenido erótico, que a George Miller por pasarse, a ojos del clasificador, con la violencia de Mad Max.
La apuesta X
De los cines compostelanos que ya no existen, el Avenida es el que más arriesgó. Con diferentes etapas de cierres y aperturas, a partir del 78 funcionó muy bien como sala de reposición de películas de Óscar, como El Cazador o El expreso de media noche. Pero a finales de los ochenta, sus responsables quisieron probar con el género pornográfico y lo convirtieron en una sórdida sala X. «Se abrió, además, -cuenta José Luis Losa- en un momento en el que las salas X ya no eran negocio». Antes de desaparecer por completo, el Avenida oreó las butacas y todavía sobrevivió un tiempo como sala convencional. «Desde luego, el gran éxito en el cine porno en España llegó de la mano del VHS, no de las salas X», dice Losa.
Capitol, Salón Teatro, Yago, Avenida, Principal... treinta años después, las cinco salas son solo recuerdos. Pero qué recuerdos.
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