Viernes pasado. Ocho y diez de la mañana. Aeropuerto de Lavacolla. Vuelo a un veterano país de la UE vía Barcelona, donde hay que cambiar de avión pero no de compañía. Maleta de 17 kilos. Mostrador de facturación. Amabilidad. Y solo facilitan una tarjeta de embarque. Para el primer vuelo. Insólito. Cordial petición, que no reclamación. Y más insólita respuesta: «Lo siento, pero no puedo darle la segunda tarjeta de embarque porque el sistema informático de Barcelona y de Santiago son distintos y no son compatibles». ¿Solución? Pedirla en el aeropuerto del Prat, en puerta de embarque.
¿Es la compañía la responsable de tal imbecilidad en pleno siglo XXI? ¿Es el aeropuerto? ¿El gallego o el catalán? ¿Las autonomías? ¿Los independentistas catalanes? ¿Rajoy? ¿La Unión Europea?
Rumiando la perplejidad. Control de seguridad. Tres miembros de una empresa privada por arco, más un cuarto mirando el monitor con el fin de ver si alguien intenta burlar el escáner y colar a bordo líquidos o algo peor. Una de esas dos personas que deberían no quitar ojo de su monitor para tener un vuelo tranquilo comparte su atención con la interminable charla de una trabajadora de camisa blanca de Lavacolla. Y pasan los minutos, y gracias a tan grata conversación nos enteramos de aspectos laborales y humanos de su trabajo, además de las aspiraciones de la mujer que sigue, sonriente, de pie. Como oradora no tendría precio. Enternecedor.
Eso sí, Lavacolla presume de un aeropuerto impresionante, con un aparcamiento a la altura del de Copenhague y todo en conjunto mejor, muchísimo mejor que el de cualquier ciudad del mundo de cien mil habitantes. Algo es algo.