En Vilagarcía, que es una de las dos playas que tiene Santiago, la otra es la ría de Noia, hay desde hace muchos años una pintada en la blanca fachada de un local desocupado en plena avenida de la Marina. «O turismo destrói Galiza», dice en gallego lusista. Mi hija mayor es y ha sido siempre ocurrente y despierta y acababa de aprender a leer cuando sus ojos se posaron sobre aquella sentencia escrita y me preguntó: «Papá, por qué el turismo destruye Galicia?». Solté una gran carcajada y le respondí: «Porque los que han escrito eso están locos». Y es que solo un estúpido puede pensar que una fuente de recursos tan importante como son los turistas son el apocalipsis. Evidentemente, como en cualquier actividad humana, lo que es bueno puede tornarse en perverso sin regulación. Si no hay orden y concierto. El turismo no es en esto distinto a la agricultura, la pesca, la industria o hasta cosas más mundanas como el comer. Que habrá quien diga, y quizás hasta hiera paredes con esos mensajes por ahí, que destruyen la tierra y los acuíferos, los océanos y el aire. Galicia no puede dar la espalda al turismo. Y Santiago, menos. Nadie puede. Así que habrá que poner los medios para no morir de éxito turístico sin tener que llegar a poner un torno en las puertas de la ciudad -hoy imaginarias- como han tenido que hacer en Venecia. Y entre esos medios tiene que estar, claro que sí, la limitación de la oferta de pisos turísticos tanto en su número como en su distribución urbana. Y habrá que evitar que Compostela pueda perder su identidad. Porque si lo hace también dejaría de tener interés y entonces ya nadie querría venir salvo para pisar un ratito la Catedral.