La copropietaria del concurrido local de Casas Reais repasa su intensa trayectoria como hostelera y recuerda alguna de las muchas anécdotas vividas en el bar. Sin descanso, avanza nuevos proyectos
01 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Cuesta resumir en pocas líneas la intensa vida de Sandra Fuente, una hostelera a la que los compostelanos han podido reconocer su trabajo durante más de dos décadas en distintos proyectos. Siempre de cara al público, ha arrastrado a clientela fiel de un bar a otro hasta asentarse hace más de diez años en La Flor, ese longevo local de Casas Reais (abrió en 1943) que renació con el traspaso y que rápidamente se convirtió en un imprescindible del casco histórico. En el año en el que cumple 40, la viguesa pone en valor una trayectoria con la que ha intentado «sobrevivir». Una dura lidia le obligó a ello.
Fue a partir de los 15 cuando todo cambió. «Mi hermana y mi madre murieron de forma prematura, algo que me condicionó», explica reflexiva y sin tapujos sobre una sacudida emocional que contrarrestó con una asombrosa vitalidad. Fue en esta época cuando establece contacto con la hostelería en O Grove, primero en un restaurante y luego en el Náutico de San Vicente. Una ocupación que interrumpió para venir a Santiago a estudiar Políticas. «Al terminar la carrera comencé un ciclo de comercio internacional y, mientras tanto, trabajaba en el bar Bendaña, en la Rúa Nova. He vivido de becas y de la hostelería toda mi vida», rememora. Esos últimos estudios la llevaron, además, a hacer unas prácticas a París, ciudad adonde habían emigrado sus padres. «En mi casa toda la vida se habló francés», enfatiza sobre una relación con el país galo que luego tendría reflejo en La Flor.
De vuelta a Galicia, y aún con 25 años, comienza a darse a conocer en el bar que en ese momento era el Bierzo Enxebre. «Mi jefe veía que trabajaba mucho y que movía a todo mi entorno. Decidió que llevase el local que estaba enfrente. Allí tenía mi mundo», recuerda sobre su estancia en el reducido espacio conocido popularmente como el Pradita o, para Sandra, como «la casa de muñecas». «Fue una etapa maravillosa pero muy cansada. En esos años estaba por la mañana en una gestoría y, por la tarde, en el bar. No olvidaré un día en el que libraba y en el que vi atardecer, algo que no había podido contemplar en cuatro años y medio. Me dije: ‘esto no puede seguir así'», incide sobre unas ansias de cambio que, sin embargo la guiaron de nuevo hacia la hostelería. Su socio, Manuel Camiña, y el público que concitaba en el bar la convencieron a montar algo propio.
A finales del 2009 abren La Flor, un espacio que la enamoró con sus techos de escayola y al que rápidamente dotó de infinita personalidad. «En el bar quise revivir mi infancia, recuperar esa estética que tenía mi madre, rendirle un homenaje. El local es como un café francés, de luz tenue y muebles disparejos», detalla nostálgica desde un rincón que suma encanto y que invita a curiosear entre libros, cuadros u objetos. Con una sonrisa precisa que «lo de saturarlo todo, eso es mío», una apuesta que defiende con orgullo. «Creo que lo impersonal no triunfa, no dice nada. Si por algo enganchó La Flor fue por hacer sentir a los clientes como en casa. Eso y la música, porque cuando abrimos no había bares con indie. Diez años después, creo que esa idea aún funciona. Aquí vienen muchos posmillennial a los que aún les parece moderno», añade mientras muestra una amplia oferta que tanto invita a un desayuno pausado como a picotear o a tomar una copa.
«Creo que los bares impersonales no triunfan, no dicen nada. La Flor es como una casa»
Sandra destierra, eso sí, la fama que arrastra el local de reunir principalmente a gente del audiovisual. «Es cierto que al principio venían muchos clientes de ese ámbito al pertenecer también a él muchos amigos, como Castro (Luis Zahera), pero desde hace tiempo el público es heterogéneo», subraya. Acto seguido, accede a contar algunas de las muchas anécdotas vividas. «Durante los primeros años venía gente solo para ver si había algún famoso. El día que estaba aquí Miguel Ángel Silvestre fue una locura. Sentimos lo que debe ser la fama», se ríe sorprendida.
Es a continuación cuando se detiene en otra de sus pasiones. Tras estudiar Deseño de Moda en la Mestre Mateo, Sandra trabajó en reformas y anuncios haciendo composición del espacio, tarea para la que elegía objetos. «Se me da bien y el año pasado abrí en Abastos una tienda, El Pájaro, con menaje y complementos», explica satisfecha.
Desde una etapa madura que le reclama mayor tranquilidad apunta una reflexión final: «Nunca he pensado en dejar La Flor pero necesito hacer otras cosas».