Una de las frases polémicas de Albert Rivera, ese señor que ha cumplido los 40 y corre raudo hacia los 41, fue aquella en la que pidió dejar la regeneración política a los nacidos en democracia, es decir, por aquel entonces a los que no pasaban de cuarenta.
Estos días, a raíz de la difusión del coronavirus entre la población, sorprenden las declaraciones tranquilizadoras de las autoridades sanitarias dejando claro que solo mueren personas mayores o con patologías previas. A nadie se le escapa que hay una edad en la que la muerte se convierte en una consecuencia lógica de la vida, mientras que los fallecimientos de niños y jóvenes son antinatura y un trauma social y familiar.
De ahí, a decir que no nos preocupemos porque solo fallecen personas mayores y con patologías previas, cuando además la primera víctima mortal tenía 69 años, me resulta irrespetuoso hacia una parte importante de la población a la que ansío unirme en unos años.
La efebocracia, la gerontofobia o el pensar que la juventud es una virtud y la senectud una lacra no obedece a ningún razonamiento lógico. Todos hemos conocido imberbes estúpidos y ancianos crueles e insufribles, y viceversa. El valor de las personas en función de sus años de vida es una tiranía más, comparable a la discriminación sexual, por raza o etnia. Cuántos profesionales de 60 y 70 años están aportando a esta sociedad y sosteniendo a sus familias, y cuánto nos queda por aprender de nuestros mayores. Reducirlos a daños colaterales solo nos perjudica como sociedad. Minimizar a las víctimas del coronavirus no es la estrategia correcta.