Una de mis pesadillas infantiles me asaltaba cada verano en las atracciones de feria. La simple imagen de las coloridas cabinas de la noria desafiando la gravedad era suficiente para provocarme un vuelco en el estómago. Mi admiración por esos artilugios no pasaba de las famosas escenas de El tercer hombre. Y el alto porcentaje de personas que veía subir alegres y apearse pálidas confirmaba mis miedos, la angustia pueril de que aquello giraba fuera de control. Es algo similar a lo que vivimos en este primer verano poscovid, el vértigo a todo lo que está pasando y a las consecuencias que puede tener una pandemia que avanza con la impresión de que no hay nadie al volante. Los temores son compartidos: la salud de nuestros padres y abuelos, y la incertidumbre sobre el curso escolar de nuestros hijos, todo ello agravado por las dudas que la crisis azuza sobre el futuro laboral. En este escenario incierto, sorprende la improvisación con la que se está gestando el retorno a las aulas. Ni la calamitosa experiencia del trimestre final del curso pasado ni los dos meses de los que han dispuesto las administraciones para corregir el rumbo y preparar la vuelta han sido suficientes para aportar certidumbre a las familias. ¿Cuántos alumnos habrá en cada aula? ¿Cómo se gestionarán los recreos? ¿Qué sucederá con las actividades extraescolares? ¿Cómo se evitarán los vacíos que se dieron en el curso anterior en caso de un nuevo confinamiento? Muchos interrogantes a los que los centros todavía no pueden dar respuesta a unas semanas de reabrir sus puertas. La nueva normalidad era una montaña rusa.