Les habrá sucedido en más de una ocasión. Conduces de noche y de pronto, como emergiendo de la nada, aparece por tu izquierda -a veces incluso por la derecha, para que la prueba del ritmo cardíaco sea completa- un coche con un tipo que, para mayor desconcierto, en estos casos suele ir bien aferrado al volante. ¿Pero de dónde ha salido este? ¿Cómo es que no lo hemos visto llegar? No han podido verlo porque va sin luces, con el piloto absorto en su mundo, sin percatarse de la ausencia de luminarias en el salpicadero. Ajeno a todo. A oscuras. Pues así nos enfrentamos también a la recta final de un verano que no lo ha parecido y que anuncia un otoño para pocas bromas y teñido por la negra sombra de la pandemia. La sensación es que seguimos avanzando a tientas, con pocas certezas y sin un faro claro por el que guiarnos. Este es el denominador común en la mayoría de las opiniones, la crítica a la gestión de la crisis sanitaria. Claro que hay munición abundante para sostener las reprobaciones. Un arsenal. Pero también hay un margen muy amplio para la autocrítica de nuestro comportamiento como ciudadanos. Y de esto se habla menos. Más bien sucede que, como de costumbre, vemos las actitudes irresponsables de los demás y no reparamos en las propias. Por ahí iba el lamento que un hostelero de la ciudad profirió en estas páginas a propósito de las nuevas restricciones impuestas esta semana: «Esto se veía venir, la gente no cumple». Esta idea es un buen punto de partida para reflexionar, ahora que empieza el curso, sobre lo que sabemos que debemos hacer y lo que estamos haciendo. Ya que estamos a oscuras, al menos llevemos las luces puestas.