Ana Veiga: «Da tanta pena cerrar un quiosco de 1899 que hasta me duele pasar por delante»
SANTIAGO
La santiaguesa fue uno de los rostros más visibles del emblemático Quiosco do Toural, sin actividad ya desde el viernes. Se pronuncia sobre lo que pasará ahora y admite que el eco de su cierre la asombró: «Es increíble adónde llegó nuestro adiós»
22 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.«Yo lo único que quería era avisar del cierre a mis clientes, pero fue increíble adónde llegó la noticia. Sabía del cariño de los vecinos, pero no esperaba tanta repercusión. El otro día, estando yo en el quiosco, incluso llegaron unos peregrinos de Sevilla que se habían enterado y lo buscaban», afirma asombrada Ana Veiga, la santiaguesa —«de O Viso»— de 68 años que regentó durante casi 30, y hasta que tomó el relevo su hija, el emblemático Quiosco do Toural, situado en la entrada a la rúa Nova por el Cantón do Toural y que desde este pasado viernes está sin actividad. «Familiares aprovecharon los últimos días para fotografiarlo y poder enseñárselo a sus hijos. A todos nos da mucha pena no seguir. A mí hasta me va a doler pasar por delante; lo evitaré en un tiempo. Mi marido, Miguel Rodríguez, estuvo en él casi hasta que falleció. Es toda una vida... El quiosco original se abrió en 1899», rememora.
«En esos años no había y los antepasados de Miguel quisieron probar con uno en una calle donde emergían cafés distinguidos, como el Suizo. Montaron otro en Cervantes, ambos redondos», comparte, enseñando planos que conserva. «En 1910 el de O Toural se reformó y se amplió hasta los dos metros cuadrados. En su tiempo era grande, pero se quedó pequeño», señala agradecida, mostrando una estructura modernista que se convirtió en parada obligada en guías de turismo. «Muchos me pedían una foto», asiente.
«El quiosco lo regentaron los abuelos de Miguel y, desde 1947, sus padres. Mi suegra, con nueve hijos, estaba allí», ensalza. «Cuando yo estudiaba en el actual IES Rosalía de Castro lo atendía mi cuñada Paula, que también llevó el quiosco del hospital de Conxo. Aquí compraba yo pliegos para exámenes, mapas geopolíticos o la revista Súper Pop», recuerda risueña. «Mi primer trabajo fue en una fábrica de camisas, pero luego para ayudar a mi marido, que lo atendía desde los 70, me sumé al quiosco en 1992. Iba por las tardes», explica, encadenando vivencias.
«Al principio aún se iba a la estación de tren a recoger la prensa internacional», evoca, y admite que el variado elenco de cabeceras, que lucían fuera, fue uno de sus rasgos de distinción. «Los periódicos argentinos venían con una semana de retraso, pero se leían. Siempre vendimos muchos alemanes, como el satírico Bild. Entre las revistas nacionales había colas por El Jueves o por musicales como Rockdelux», continúa. «Los domingos se compraban más de 200 periódicos. La gente, después de tomar el vermú en O Franco, se los llevaba. Todo cambió», lamenta, «echando también en falta» esas décadas en las que el quiosco era punto clásico de encuentro infantil. «Mi marido tenía incluso una caja de intercambio de cómics. Yo viví la época de los cromos, como de fútbol, que antes se trocaban mucho. Mientras le vendías uno a un niño otros le esperaban para ver si se lo podían cambiar, hasta por dos», apunta sonriendo. «Yo aquí disfruté, también hablando con la gente. Viví de todo. No olvido cuando Bruce Springsteen se paró y miró revistas. Al ver mi sorpresa me sonrió. Los hippies de los puestos cercanos me decían: "¡Ana, pídele un autógrafo!", pero me quedé muda», sostiene por lo general locuaz. «Fraga era un cliente habitual. Venía con su mujer y elegía la prensa», enlaza.
«Mucha gente compraba a diario el periódico, pero desde el 2012, también por Internet, hubo un punto de inflexión. Cayó la venta... La pandemia nos dio la puntilla. Ello sumado a que en el casco histórico cada vez hay menos vida, nos decidió a cerrar. Es un negocio centenario, sí, pero no da», razona con pesar. «Ahora se aceleró todo al encontrar trabajo mi hija. Ella, con su pareja, lo llevaba tras jubilarme yo», prosigue, sin evitar dejar de pensar en su marido. «Él adoraba el quiosco, pero al final decía que no le gustaría que su hija pasase fatigas, como la lluvia, o una jornada tan extensa», reflexiona.
Sobre qué pasará, es optimista. «La licencia detalla que la concesión es ilimitada. La estructura es patrimonio de mis hijas y mis sobrinos. Me encantaría que el Concello se quedase con él, puede tener otros usos», avanza, intentando mitigar el lamento general. «Muchos adultos me dijeron estos días: "¡Ay Ana, yo compraba aquí tebeos con mis padres!". Los vi crecer, pero ya no puede ser», subraya emocionada.