El Franco, corazón vital de la ciudad

cristóbal ramírez SANTIAGO / LA VOZ

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Taceo en el Franco en los años 70: Alfredo López, dueño del bar 42, el poeta Maximino Castiñeiras, el pintor Paz Cans y el periodista Pepe Alvite, entre otros
Taceo en el Franco en los años 70: Alfredo López, dueño del bar 42, el poeta Maximino Castiñeiras, el pintor Paz Cans y el periodista Pepe Alvite, entre otros FOTO CEDIDA POR GENOVEVA LÓPEZ PAREDES

Ningún sector social discutía que era terreno por excelencia de los universitarios. La policía solo intervino dos veces

19 feb 2024 . Actualizado a las 11:41 h.

No había más que una universidad en Galicia: la de Santiago, rumbo a su medio milenio de vida que entonces, a mediados de los años setenta del siglo pasado, parecía aún lejano y a nadie quitaba el sueño. El número de estudiantes aumentaba cada año, pero, aunque parezca increíble hoy en día, cada uno de ellos conocía a decenas o centenares más, conocimiento que se cruzaba con el del vecino y, así, la lista se estiraba y estiraba.

El Franco y la Raíña eran entonces los puntos de encuentro y de paseo, el Ensanche carecía de historia, raigambre y atractivo, y de Porta Faxeira hasta tener las paredes de la Catedral a la vista se iba y venía al salir de clase. En ocasiones la multitud era tal que se producían auténticos atascos, y ya no digamos con motivo de la Ascensión.

Hoy aquellos estudiantes han soplado o están a punto de hacerlo siete decenas de velas. Entonces empezaban a vivir su vida y acaparaban miradas y deseos. Los Bouzada, de Vigo, eran una institución. Nati la Roja, con su altura y elegancia, era compañía ansiada por más de uno. Estichu (con militancia en el maoísta Movimiento Comunista de Galicia, como se supo después) estaba siempre en un segundo plano.

Mujer formada intelectualmente, madura, Estichu no andaba de parranda porque sabía lo que se jugaba políticamente si era demasiado vista. Estudiante de Medicina seria y solidaria, su vida fue siempre un misterio para todo el que no fuera de su círculo íntimo. En una Semana Santa, con la policía pisándole los talones al firmante de estas líneas y sin haberle pedido nada a la mujer, esta ofreció su piso como refugio mientras ella se iba de vacaciones a su País Vasco natal. No salir en diez días de un piso de estudiante que por supuesto no tenía ni televisor no fue grato, pero peor era pasar por comisaría.

En cualquier caso, el Franco era territorio libre por consenso: ningún sector social lo discutía, era el terreno de los universitarios. En aquellos años, tan solo en dos ocasiones la policía intervino. En una de ellas, de manera más brutal de lo que era por costumbre: una línea de ocho agentes, uniformados y con casco (lo del casco era algo nuevo, al igual que poco después los vehículos con rejas para evitar las pedradas), recorrieron a paso normal todo el Franco, de punta a punta, obligando al personal a apiñarse en los bares, donde no cabía ni una mosca. Y el que se retrasaba en buscar lugar seguro o se quedaba demasiado expuesto se ganaba un porrazo.

En algunos bares entraron. En El Gato Negro no se atrevieron. En la parte de atrás tomaban las tazas (en esos tiempos no se iba de vinos ni mucho menos de cervezas, sino de tazas) viejos represaliados de los tiempos de la Segunda República y la guerra. Gentes inocuoas, pero con el estigma de no haber alabado a Franco a tiempo. Aquello hubiera sido una masacre porque no había salida trasera. El entonces dueño de El Gato Negro, familiar de los actuales propietarios, no se inmutó y educadamente se negó a dejar pasar a los uniformados, en un acto de dignidad que merece ser recordado.

Resulta imposible no pensar qué pensarán hoy aquellos ocho policías que repartieron porrazos a diestro y siniestro. Sin duda obedecían órdenes. Pero ¿eran voluntarios? ¿Era necesaria tanta violencia? ¿Querían hacer méritos? Su testimonio sería todo un tesoro.