Valeriano Campos: «Quedan pocas peluquerías de las de antes, esta la abrió mi abuelo en 1918»
SANTIAGO
Es la tercera generación de un negocio centenario que arrancó en el casco histórico de Santiago, trasladándose en los años 60 a la avenida Rosalía de Castro. «Si puedo me jubilaré en tres años. Sin hijos, intentaré traspasar el negocio», avanza
25 feb 2024 . Actualizado a las 12:00 h.A pesar de situarse bajo un soportal de la avenida Rosalía de Castro, la Peluquería Campos, con una clientela fiel, no pasa desapercibida. «Aquí cortamos el pelo a generaciones de compostelanos; incluso tuvimos a un cliente al que, de niño, lo había atendido mi abuelo, de adulto, mi padre, y luego yo», recuerda locuaz Valeriano Campos, el santiagués de 59 años que sigue al frente de una de las peluquerías de hombres con más historia de la ciudad. «Quedan pocas de las de antes. Esta la abrió mi abuelo en 1918. De su época conservo aquí un espejo y un bote de 100 años que él usaba para desinfectar utensilios; de mi padre, lociones que suman siete décadas», enseña con orgullo. «La gente ve las paredes de madera y cree que este local es antiguo, pero aquí nos vinimos en 1989», comenta. «Sí son históricas las fotos», añade, mostrando en una a su abuelo, José Campos.
«Él montó la primera peluquería en el casco histórico, en la Algalia de Arriba, a su vuelta de Argentina. En un inicio la llamó Ultramar, pero todos ya la conocían como Campos», razona. «En esos años él hacía un corte de pelo con mechero de alcohol, porque había la creencia de que si lo quemabas, el pelo no caía», apunta, enlazando momentos de un negocio que, por la guerra civil se mudó en 1936 a la rúa Espíritu Santo. «Ahí aprendió el oficio mi padre, Valeriano, afianzándose. En 1962 él lo trasladó a la avenida Rosalía de Castro, pero al número 7, donde nací yo. Mi infancia la recuerdo entre Peleteiro, el fútbol —mi mote de niño era Grosso por el jugador del Real Madrid— y la peluquería», señala. «Tuve claro lo de seguir con la profesión. Me gustaba, y no era bueno en los estudios», bromea. «Me formé en A Coruña con uno de los mejores peluqueros del país, además de con mi padre y con mi tío. Yo fui aprendiz en la peluquería, algo que hoy en día no se ve», reflexiona, mientras le crece la nostalgia.
«Esta calle evolucionó mucho. Aquí había un enorme trajín, con el restaurante Vilas, el bar Amor... La gente de otras zonas venía en bus y paraba cerca, en el Camiño Novo, pasando por aquí rumbo al mercado. Te decían: "vamos al pueblo". Ese día, el sábado, era el de más actividad en la peluquería; ahora es el más flojo», prosigue. «Antes, en el 99 % de las peluquerías no había cita. Se llegaba y se esperaba, formándose las famosas tertulias, en las que, además de deportes, se hablaba de política. Mi padre, de izquierdas, tenía como cliente a afines a altos mandos militares. Imagínate», afirma divertido y reconociendo que con ese ambiente se enganchó al oficio. «En los 80 atendí a José Blanco, cuando era secretario general de las juventudes socialistas, pero, aunque le picábamos, él no decía nada», añade, recordando haber saneado a varias cabelleras ilustres, también en el número 46 de la misma calle, adonde se trasladaron en 1989. «Una vez el doctor Fermín Bescansa, que aguardaba turno, me advirtió que acababa de atender a un conde, que luego ya no falló, sintiéndome apreciado tanto por él como por su mujer», destaca. «En otra ocasión llegó un hombre al que un ministro de Franco, invitado a una cacería y habiéndosele disparado —al ser novato— una escopeta, le había dado. Su cabeza era como un mapa mundi», evoca, queriendo poner, aún así, el foco en su clientela diaria, que no bajó pese al auge de las barberías.
«Muchos son gente de edad, que vienen desde hace décadas y valoran que continúes cortando el pelo con tijera y repasándolo con navaja. En estos últimos años sumé a muchos de otras peluquerías añejas que cerraron. También hay jóvenes que aprecian un método artesanal. Un argentino siempre que hace el Camino vuelve aquí», agradece, citando más países, como Azerbaiyán, de donde también atendió a peregrinos.
«De todos aprendes, algo que valoro, sobre todo desde que tengo una edad. Aquí conocí a mucha gente, de lo más arriba a lo más abajo, y eso me aporta. Desde 1993, al estar solo, doy cita y atiendo de uno en uno, lo que crea más confianza. Ya digo que valgo por lo que callo», admite riendo.
Sobre su futuro, no duda. «Si puedo, me jubilaré en tres años. Sin hijos, intentaré traspasar el negocio», avanza, restando trascendencia a poder poner fin a un legado de 106 años. «Los clientes los conservaré como amigos», acentúa.