Se cumplen 25 años de la publicación de «Madera de boj», la última novela que escribió Camilo José Cela y quizás una de las mejores que salieron de su pluma pese a que en su día recibió malas críticas, más por cuestiones externas (que no vienen al cuento) que por calidad narrativa de una obra que, para Darío Villanueva, «es sublime, literalmente hablando. Y es asombroso que la hiciera cuando era octogenario», mientras que para Luis García Jambrina, «es una novela que muchos daban por perdida o arrumbada para siempre en el limbo de los libros nonatos y que estuvo a punto de convertirse en leyenda, y no precisamente áurea, sino negra, pero que nació para hacer historia de la literatura española del siglo XX, ¿O debería decir más bien del siglo XXI?».
Esta obra la había empezado a pergeñar; más bien, a diseñar, a principios de los años 80 cuando pasaba buena parte de sus veranos en Fisterra, en ese Finis Terrae que tanto le atraía. Su objetivo era completar la trilogía gallega que había prometido tras el éxito de «La familia de Pascual Duarte». Vuelvo al profesor Villanueva para recordar esa promesa: «Una novela idílica del valle del Ulla, donde nació; una novela bravía de la montaña ourensana, de donde procedía su padre, y una novela épica del Finisterre, donde naufraga». El exrector de la USC y exdirector de la RAE nos recordaba hace algunos años en una entrevista que «esos tres proyectos se escribieron. Uno fue el primer tomo de la biografía "La rosa"; la segunda, "Mazurca para dos muertos" y, la última, "Madera de boj"». Sobre esta trilogía gallega conviene señalar el error que cometieron muchos al hablar de una dedicada a la Galicia campesina (Mazurca…), otra a la urbana (la polémica «La Cruz de San Andrés») y la tercera a la marítima (Madera...)
Cuando, en 1989, don Camilo recibió el premio Nobel llevaba al menos una década recopilando documentación para la que luego fue su última obra. Recorrió el escritor toda la Costa da Morte y habló con mil y un personajes, eruditos y analfabetos. Tanto le obsesionaba y tan escrupuloso era que llegó a conocer y recitar de memoria los coídos (pequeñas playas de croios), puntas, piedras o rocas (los petones) que emergían o se sumergían en función de las mareas del litoral de Fisterra, cabos, playas y todos los puntos con los correspondientes apodos con los que habían sido bautizados por los hombres del mar en esta zona, y en otras de Galicia. Se sabía Cela los nombres de todos los lugares, aldeas, parroquias (con sus iglesias y cementerios), pueblos o villas no solo de los concellos de esta costa sino de otros muchos lugares de Galicia que figuran en la obra en una comarca que «está entre la vida y la muerte, o quizás más allá de la vida y de la muerte».
La concesión del premio Nobel trastocó los planes de Cela para su «Madera de boj» pero no le quitó ni un ápice de calidad literaria; más bien al contrario, la engrandeció. Durante 14 meses, cuando el siglo tocaba a su fin, se encerró en su casa de Madrid para completar esas tres centenares de páginas llegando, como él reconoció, a «reescribir cuatro y cinco versiones» de cada una de ellas para cumplir con la promesa de su trilogía galaica y pagar la deuda que tenía contraída con la lengua gallega aunque fuera utilizando el castrapo y el pesco (jerga utilizada por los pescadores en Fisterra). Pero esa es otra historia.
En la edición de Espasa Narrativa de hace ahora 25 años se señala que «nos encontramos ante el mejor Cela, ante la cima más alta de su narrativa lírica y, sin duda alguna, ante una de las mejores novelas del siglo XX». Una obra «de juventud y esperanza», decía el escritor padronés aquel martes 28 de septiembre de 1999 cuando se presentó en Madrid. Camilo José Cela había terminado «Madera de boj» el día de san Epafrodito (22 de marzo) pero aún estuvo con las correcciones finales casi seis meses, consciente de que había que hacer justicia a un mar «que no se paró nunca desde que Dios inventó el tiempo hace ya todos los años del mundo», que era preciso recordar que «por Cornualles, Bretaña y Galicia pasa un camino sembrado de cruces y de pepitas de oro que termina en el cielo de los marineros muertos en la mar».
Decía el Nobel gallego en la presentación que «he escrito "Madera de boj" para mí solo y para los miles de hombres que piensan como yo», y quizás algo presentía, ya que 25 años después, en la web de la Fundación que lleva su nombre y que debería cuidar su legado, apenas se encuentra una mínima referencia a este efeméride. Ni desde la Casa dos Coengos en Iria Flavia ni desde la Cidade da Cultura (donde se encuentra parte de su legado) ni desde la Xunta se preocuparon de que esta Fundación Pública Gallega rindiera tributo a esta «Madera de boj» que es uno de sus grandes homenajes a nuestra tierra.
Quizás este hecho debería hacerles reflexionar las razones por las que la Fundación Cela es un organismo adormecido (incluso en su web sigue apareciendo como conselleiro de Cultura o alcalde de Padrón quienes ya no lo son) mientras que, por contra, a apenas 600 metros en línea recta, la Fundación Rosalía de Castro se convirtió en un espacio muy vivo.
Incluso le costaría entenderlo al propio Cela, acostumbrado como estaba a que «el que resiste, gana».