Isabel Pazos: «Hace 43 años aquí, en la rúa Galeras, vendíamos zapatos, pero la gente ya solo quería zapatillas»

Olalla Sánchez Pintos
Olalla Sánchez SANTIAGO

SANTIAGO

Sandra Alonso

La dueña de Calzados Santa Isabel razona las claves para que su negocio, «de toda la vida», resista con fuerza en Santiago. Admite que en los años 80, y con el antiguo Hospital Xeral cerca, vivió un bum

12 ene 2025 . Actualizado a las 22:00 h.

El suyo es un negocio «de toda la vida», como María Isabel Pazos repite con orgullo. «Hay gente a la que le sorprende que sigamos igual desde que abrimos, en 1982, pero muchos también lo aprecian… Yo soy, además, muy vintage», razona entre continuas risas la dueña de Calzados Santa Isabel, en la compostelana rúa Galeras. Un negocio que, entre estanterías antiguas y sillones de escay, resiste a buen ritmo con la venta de zapatillas en una época donde prima lo online. «Aquí ni hace falta presentar el tique de compra para devolver artículos. Hay confianza, y yo conozco el producto. Es mucho tiempo...», asiente a sus 63 años, una edad que no aparenta. «Muchos clientes me lo dicen. También afirman que soy muy habladora, y eso sí que es cierto», añade risueña.

Nacida en A Baña, llegó a Santiago en 1975, con 13 años. «Vivo en la plaza Roja. Soy de las vecinas antiguas del Ensanche y de Galeras», bromea. «Estudié en el colegio España, cerca de San Martiño Pinario. Luego seguí en el Eduardo Pondal y en el IES Rosalía de Castro. Empecé Maxisterio, pero mi padre, Celestino, tuvo algunos problemas de salud y ya le ayudé en su negocio», evoca. «Él, a la vuelta de la emigración en Holanda, había montado en Galeras un bar con su hermano, el Pazos, de comida casera. En 1982 dividieron el espacio y mi padre, emprendedor, montó en su parte una zapatería. La llamó Santa Isabel no por mí, sino porque esa zona está próxima», señala divertida. «Hace 43 años empezamos vendiendo calzado de piel y botas, pero la gente solo quería o nos preguntaba por qué no teníamos zapatillas. Cerca estaba el antiguo Hospital Xeral... Había quien venía a una consulta solo con lo puesto y tenía que ingresar. En una mercería del barrio compraban las batas y aquí buscaban zapatillas. Eran otros tiempos, sin tantas comunicaciones», reflexiona mientras mira hacia una calle, Galeras, que también mudó. «Con el hospital cualquier negocio iba hacia arriba. Me acuerdo que enfrente había casas y un dispensario antituberculoso», comenta entre sucesivos recuerdos.

SANDRA ALONSO

«En los 80 un viajante nos trajo unas zapatillas de cuadros, la clásica, que costaba 500 pesetas. Fue un bum, y ya nos centramos en ese sector. Aún ahora vendemos el modelo, renovado. Los vecinos saben que lo tengo, y vienen», muestra desde el escaparate. «Antes había otras zapatillas, las Salemera, anchas y bonitas, que las llevaban las embarazadas. Las pedían en azul o rosa según el color de su bata. Aún hace poco una clienta se acordaba que las compró aquí hace 25 años antes de dar a luz», prosigue. «Vendíamos zapatillas abiertas por detrás, cómodas para el enfermo, y de todos los colores. Yo llevé muchos pares al Xeral. Mi padre también arreglaba calzado. Él trabajó hasta 1998, cuando el hospital cerró», resalta. «Hasta ese año, esto era un no parar», incide sobre un adiós que supuso un duro golpe para toda la calle.

«Muchos nos preguntaban que qué íbamos a hacer, pero todos los negocios de Galeras salimos adelante. Yo nunca pensé en cerrar, ni en la pandemia. Ahora unos días compensan a otros, pero se vende, más al inicio de la temporada. Siempre trabajamos con calzado bueno, que traemos de lugares con tradición, como Alicante o Mallorca, y eso se valora. Aquí también teníamos botas coreanas para trabajar en el campo y venían a por ellas desde aldeas cercanas», continúa. «Hoy mi clientela es sobre todo una persona mayor que busca zapatillas cómodas y anchas. La estrella son los botines, que sujetan y abrigan. Una vez me lancé y vendí unas zapatillas altísimas para mujer. Ya me dijeron que fuera a lo práctico...», afirma. «La semana pasada una joven inglesa me preguntó por unas zapatillas con pompón que exponía desde 1982. No sabía cómo explicarle que eran de adorno y al final se las llevó», apunta, y aclara cómo en un Santiago turístico resuelve el hándicap de no hablar inglés. «Sin fallo. Con el hierro de bajar la verja les pido que me señalen las que quieren...», asegura siempre motivada.

«Me encanta el trato directo con la gente. Aquí hice amigas. En horas muertas, leo mucho. Toda la familia somos socios de la biblioteca Ánxel Casal», enlaza, y explica que sus dos hijos tienen otro trabajo. «No hay continuidad, pero yo por ahora sigo aquí. Es un trabajo muy gratificante», acentúa.