Nunca se me ocurriría escribir un libro sobre el asesinato de dos niños por parte de su padre o de su madre o del maestro armero. No es mi campo ni como periodista ni como autor. Tampoco es el tipo de lectura que me gusta, y solo los crímenes de Agatha Christie llaman mi atención. Así que nunca leería El odio, sobre cómo mató a sus hijos José Bretón, que ahora mismo la editorial Anagrama ha decidido no sacar al mercado en vista de las reacciones contrarias.
Pero una cosa es eso y otra el que apoye la enorme presión social que hubo —¡y de la Fiscalía!— para que el volumen no esté en las librerías. Es el segundo caso que conozco, aunque el primero no llegó a tanto: Cásate y sé sumisa, del arzobispado de Granada, en el cual se impartía doctrina sobre el papel de la mujer en la familia y que tenía un marcado acento carca, por decirlo de manera suave.
Ambos constituyen la muestra de que la censura previa adquiere otra dimensión en el siglo XXI. Ya no se trata de un señor armado de un bolígrafo rojo con el cual prohíbe que se publique aquello que cree que no gusta al poder, sino de las masas —de nuevo: y la Fiscalía— frenando la libertad de expresión mientras la ultraderecha avanza haciendo justamente lo mismo.
Porque a ver ahora quién es el guapo que escribe un libro sobre el asesinato de Asumpta, por ejemplo. O sobre cualquier otra tragedia. Siempre hay alguien que se va a sentir herido y ofendido. Lo decía magistralmente el pasado viernes en este periódico la profesora Erika Jaráiz: «La democracia no consiste en imponer unos valores, consiste en aceptar los valores de los otros y su derecho a tenerlos y a expresarse según ellos». El resto es trumpismo. O algo peor.