A algunos escritores actuales les he escuchado comentar la doble sensación que experimentan en las presentaciones de sus obras o en las Ferias del Libro cuando tienen enfrente una fila de lectores aguardando a que le firmen su ejemplar correspondiente. Por un lado sienten la satisfacción de comprobar que hay gente que se interesa por lo que escriben, pero por otra no pueden evitar una cierta incomodidad por tener que plasmar una dedicatoria que vaya más allá del clásico «A Fulano, con simpatía y afecto». Y es que el lector ya exige algo original y personalizado. Seguramente cree que el libro se revaloriza con esa dedicatoria, o quiere comprobar cómo un escritor que se precie es capaz de dejar muestra de su inteligencia en dos líneas certeras. Sea como fuere, el caso es que esta moda se ha popularizado modernamente entre el público y no deja de inquietar, como ya dije, a más de un escritor. Y es que para estas dedicatorias no todos tienen el ingenio tan afilado como lo tuvo siempre Camilo J. Cela, original e ingenioso. Alguna, por sí sola, era ya una joya literaria. Mi amigo Ricardo, que mantuvo una buena amistad con el escritor de Padrón, tiene todas sus obras, y más de dos docenas con su dedicatoria personal: ninguna se repite, y todas son ingeniosas y elocuentes.
Por las razones que sean, la moda se ha generalizado entre el público. Antes de la segunda República, por poner una referencia temporal, las dedicatorias que aparecen en los libros publicados hasta entonces eran más bien escasas, se limitaban a los ejemplares que se regalaban entre sí los propios escritores. Pío Baroja puede servirnos de ejemplo: en su juventud dedicó muy pocos libros a lectores anónimos, quizá porque estos consideraban como algo inadecuado y alejado de lo literario el hecho de solicitar una dedicatoria. Sin embargo, unos años antes de su muerte (1956), don Pío no sólo firmaba todos los libros que le solicitaban los lectores, sino que les preguntaba cómo preferían que les pusiese: «Admirado amigo» o «Estimado amigo». En todo caso, eran tiempos en que los libros que poseían los lectores eran, por sí solos, testimonios de la admiración que sentían por sus autores. No hacía falta más.
Pues hoy, no. Creemos que con la firma del autor añadimos un valor especial al libro. Y no digamos, si lleva una dedicatoria personal, individualizada. Y aquí viene muy bien a cuento una anécdota que contaba en una entrevista Javier Marías, uno de los mejores novelistas que hay hoy en lengua castellana. Lo comentaba con gracejo no exento de cierta perplejidad. Porque, además de pedirle una foto con el lector, son ya muchos los lectores que le dictan el texto que quieren ver plasmado en el libro que le presentan a la firma. Y contaba un caso que le había pasado en la Feria del Libro de Madrid: después de esperar disciplinadamente su turno, se presentó ante él una chica muy dispuesta que le dijo: «A ver, quiero que me ponga: para Manoli, el mejor cuerpo de Madrid».
Marías levantó la cabeza, la miró con mucha atención, y se dispuso a cumplir el encargo, aunque lo de escribir al dictado tampoco es algo que guste a quien tiene como dedicación profesional el manejar con destreza y encajar de manera artística palabras y oraciones. Por eso, y haciendo uso de una sutil ironía, escribió: «A Manoli, el mejor cuerpo de Madrid…, según dicen». Fina e inteligente solución: no desaira a la chica, ni asume responsabilidades de juicios estéticos que no le corresponden.