Adolfo Martínez: «El bar Eirado lleva más de 40 años escondido, pero siempre tuvo gente»

SANTIAGO CIUDAD

El local de la rúa Xeneral Pardiñas funcionó como patio interior para varias generaciones de santiagueses. Su dueño, al que, décadas después, muchos clientes aún le dicen '¡estás igual!', explica el secreto de su gran éxito
12 jun 2022 . Actualizado a las 08:00 h.Él ha sido testigo de cómo han mudado los hábitos en la hostelería, un sector que conoce bien. «De diez hermanos, ocho nos dedicamos a esto; tres en Suiza y el resto en Santiago. Por edad -fui el noveno y tengo 62 años- soy el único que sigue», apunta aún con ánimo Adolfo Martínez, dueño y uno de los dos fundadores del Eirado, el emblemático bar que resiste al fondo de unas galerías de la calle Xeneral Pardiñas, a las que incluso dio popularmente nombre. «En ellas somos el negocio más conocido. Lo abrí junto a un hermano en 1981», subraya sobre su longeva trayectoria.
Nacido en Santo Tomé de Obra, en Vila de Cruces, empezó a bregarse tras la barra con 15 años. «Antes era lo habitual. Me inicié en el Nuevo Puñal, un bar que había en la calle Santiago de Chile. Allí, en 1975, solo se habían construido la mitad de los edificios. Venían a comer los propios obreros y estudiantes», evoca sonriente sobre sus comienzos laborales en el Ensanche, una zona de la que no se movería. «Tras saltar a otro local cercano fui a la mili y, al volver, ya montamos algo propio. Esta galería había abierto un poco antes. Vimos la posibilidad de una terraza interior cubierta y no dudamos», enfatiza visionario sobre un espacio con el que ya bautizaron al establecimiento. «Le llamamos Eirado al disponer de un patio entre casas», acentúa. El gran atractivo de esa área les permitió contrarrestar el hándicap de no estar a la vista de los transeúntes. «Si en la acera no te fijas en nuestro cartel no te das cuenta que estamos aquí. Aún hoy entran vecinos que se extrañan de no habernos conocido antes. También hay clientes que tienen que salir a buscar a amigos fuera», confiesa divertido. «El bar lleva 40 años escondido, pero, gracias al boca a boca, siempre tuvo gente. Para muchos santiagueses, en días de lluvia, fue un refugio», sostiene.
El negocio arrancó, además, en un momento en el que también se estrenaba la Xunta, algo que le favoreció. «En estas galerías había sedes de dos consellerías. Muchos políticos organizaban aquí actos, como un vino español, o pedían nuestra tortilla», rememora sin dar nombres mientras enlaza con otros eventos que les ayudaron a ganar eco. «Durante años tuvimos en la terraza columpios, un tobogán, un billar y futbolines. Muchas familias empezaron a celebrar ahí cumpleaños. Había días en los que se juntaban tres, con más de 70 niños de todos los colegios. Pocos vecinos de 40 o 50 años habrá que no hayan asistido a alguno. Ofrecimos esa opción casi dos décadas», señala siempre risueño. «Hace días una mujer nos dijo que conservaba sus invitaciones. Tenían el logo del bar en azul o blanco», recuerda.
«Con el fútbol también sumamos mucha gente. Cada lunes había aquí discusiones. Yo soy del Barça y, mi hermano, del Real Madrid», comparte riendo. «Poco a poco eso se fue perdiendo, al igual que las partidas de cartas, como las de tute, que manteníamos hasta la madrugada y con las que también me animaba yo junto a camareros de bares cercanos. Antes se cerraba más tarde. Todo cambió», remarca, admitiendo que hay tradiciones que sí se mantienen. «Una señora de 80 años viene a diario, desde hace cuatro décadas, a jugar al parchís. Antes eran un grupo. Para ellas ya compramos uno de seis jugadores», resalta con cariño ante una fidelidad que no niega. «Tanto en el 2017, cuando hubo un incendio en las galerías, como durante el confinamiento, notamos el apoyo de los clientes. Enseguida volvieron», reconoce, poniéndolo en valor. «Cuando empezamos, en esta calle había firmas que movían mucha gente, como Honorino con sus bicicletas. Desde el 2010 se perdió algo de pulso comercial pero, aún así, tenemos al día 200 clientes», menciona.
«En la pandemia se jubilaron mi hermano José Antonio y su mujer. De seis trabajadores pasamos a ser cuatro, incluida mi esposa y mi hija. El mayor ya no es de hostelería», acepta. «Al ser menos, ahora cerramos los domingos. La gente al principio preguntaba, pero ya se acostumbró», añade. «Yo seguiré hasta que el cuerpo aguante. Me sorprende que clientes de los 80 que están fuera y vuelven de visita me digan: "¡Estás igual!". Pero aquí entré con 21 años. Yo me siento algo cansado, aunque aún me mueve la ilusión de que el bar siga cumpliendo décadas», concluye.