Más de 30.000 espectadores abarrotaron el Monte do Gozo en el día más importante de los conciertos El neoyorquino sólo conectó con el público con temas como «Velvet underground»
16 jul 2004 . Actualizado a las 07:00 h.«I love you!!», proclamó Lou Reed tras una de sus primeras canciones anoche en el escenario del Monte do Gozo. Por entonces, era un amor no correspondido. La sobriedad de su puesta en escena y la escasa pegada de los primeros temas convirtió a la muchedumbre que llenaba el auditorio en un mar en calma, cuando apenas un rato antes el oleaje sacudía las gradas al ritmo espasmódico de Muse. A la hora del cierre de esta edición, el neoyorquino se despachaba con un concierto tibio y calmado, que dejó al público sin sentir gran cosa: ni frío ni calor. Así, tocaba encomendarse a The Cure: más valía que Robert Smith agarrase al personal por las solapas para desperezarlo. Con el recuerdo salvaje de Iggy Pop todavía fresco en la memoria colectiva, el festival asistió en dos noches consecutivas a la perfecta representación de dos formas opuestas de envejecer. De la garra indómita de La Iguana ya no se observa rastro alguno en Lou Reed, también una leyenda forjada en los setenta. Ahora, a los 62 años, su presencia pausada y sus gafas redondas le otorgan un cierto halo de venerable intelectual. La pasión punk de que impregnó a la enorme Velvet underground parece haberse diluido irremisiblemente, en lo estético y en lo musical. Rock ortodoxo Cierto que los acérrimos del poeta de Long Island vibraron con su rock ortodoxo. Pero un sector mayoritario del público no terminó de conectar con los nuevos intereses de Reed, sin duda más intimistas que antaño. La lírica de Poe puede alcanzar supremas cotas de sensibilidad, pero resulta improbable que triunfe en un festival de rock. Sólo los temas clásicos de la Velvet (como White light / white heat, con el que abrió la actuación, Perfect day o Sweet Jane, acogida calurosamente desde la grada) lograron tocar la fibra al personal en el día del llenazo: más de 30.000 espectadores. Antes de eso ya habían ocurrido cosas, como el poderoso concierto de Muse, a pesar del eclipse sonoro en un tramo intermedio en el que el grupo se puso melancólico. El trío británico apareció a plena luz del día y puso al gentío a dar botes al son de las canciones de su último álbum, Absolution. La presencia del jovencísimo Matthew Bellamy resultó magnética y estimulante. Cubierto con una elegante gabardina blanca, el niño prodigio del rock (hace virguerías con el piano y con su guitarra de siete cuerdas) constató la vigencia plena del disco anterior, Origyn of simmetry. Con Time is running out, temazo señero de la banda, llegó el éxtasis del concierto de Muse, una banda asentada en el panorama indie que pide ser cabeza de cartel en alguno de los grandes festivales. Los músicos de Muse tuvieron tiempo para concluir con un gesto habitual: destrozar algún instrumento. Esta vez le tocó al bajista, que apuntó a una tarima y estampó allí el instrumento sin más contemplaciones. Mucho más calmada fue la presencia de Starsailor, la última esperanza del britpop. Su música limpia y ligera alegró el arranque de una jornada en la que, The Cure mediante, lo mejor quedaba reservado para la profunda oscuridad de la noche.