
Los restos del soberano difunto fueron inhumados junto a la tumba de Grace Kelly Alberto II y sus hermanas Carolina y Estefanía presidieron los actos con semblante afligido
15 abr 2005 . Actualizado a las 07:00 h.Rainiero III de Mónaco yace desde ayer junto a Grace Kelly, el amor de su vida y mito fundador de la leyenda rosa del principado de la Costa Azul. Lo destacó monseñor Bernardo Barsi en su homilía del funeral de estado: «Los que estuvieron unidos aquí en la fidelidad de su amor conyugal estarán reunidos para siempre en la plenitud de su amor a Dios». La ceremonia, oficiada a la antigua usanza regia con abundancia de sangre azul entre los invitados, estuvo bañada por las lágrimas negras de las princesas Carolina y Estefanía, escoltas dolorosas de su hermano, el príncipe sucesor Alberto II. Transfiguradas por el dolor, las hermanas Carolina y Estefanía vieron realzado el parecido de sus rostros, protegidos por mantillas negras. La pequeña, muy unida a su padre, que siempre le perdonó deslices e indisciplinas, apenas pudo contener el llanto en varias ocasiones. Fiel a su condición de alteza serenísima, el príncipe Alberto mantuvo la compostura con emoción contenida y semblante afligido. Junto a la fratría ocupó plaza en el coro la princesa Antoinette, de 85 años, hermana del difunto. La ausencia de Ernesto El gran ausente fue Ernesto de Hannover, hospitalizado desde la víspera de la muerte de su suegro por una pancreatitis de la que aún está convaleciente. Estuvo representado en las exequias por Ernesto Augusto y Christian, de 18 y 20 años, los hijos que tuvo en un matrimonio previo a su enlace con Carolina. Los dos muchachos ayudaron a prender los cirios que rodeaban el catafalco a sus hermanastros Andrea, Carlota y Pierre, hijos de la princesa de Hannover y Stefano Casiraghi. Entre los asistentes se encontraban algunos amigos famosos de la familia en duelo, como el modista Karl Lagerfeld y la actriz Fanny Ardant. El cortejo fúnebre hasta la catedral lo abrió la cofradía de los «penitentes negros», creada en la época de las pestes para enterrar a los muertos. Todo el programa estuvo minuciosamente pautado con arreglo a un estricto protocolo y una cuidada escenografía. El pomposo ceremonial, memoria de los añejos usos monárquicos, corroboró los aires de grandeza del diminuto principado cercado por dos repúblicas, la francesa y la italiana, y condenado por tanto a preservar sus tradiciones y sus señas de identidad. Entre ellas el monegasco, la lengua románica en la que fue leido uno de los textos de la liturgia, idioma que habla Alberto II y que se enseña en las escuelas de un país cuyo idioma oficial es el francés.