El consumo de carne puede ser sabroso y nutritivo, pero no sale gratis al miedo ambiente. No hace tanto tiempo la ternera era un bien de lujo, asequible para unos pocos, pero hoy en día es un producto abundante en la cesta de la compra. La ecuación es sencilla: cuánto más ricos somos más carne comemos. Pero también más recursos se necesitan, por lo que el impacto ambiental aumenta.
Alentados por el horizonte de Kioto, los países firmantes han centrado sus fuerzas en combatir el sector energético olvidándose del resto. Una «pequeña» porción que solo en el caso de la ganadería y la agricultura española ya supone el 11% total de la emisión de gases de efecto invernadero.
Hace una década, un informe de la FAO pedía «soluciones urgentes» porque el ritmo actual de producción de carne era «insostenible». Desde entonces, y como viene ocurriendo en los últimos 50 años, la demanda sigue creciendo a costa de intensificar los recursos, hasta que en el 2006 el sector ganadero ya superaba al de transporte en la emisión mundial de gases, convirtiéndose así en la principal fuente de degradación de los suelos y del agua.
El primero en encender las alarmas fue el Gobierno neozelandés. La gran cabaña de rumiantes que tiene el país (más de 50 millones) genera el 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero, lo que está impidiendo cumplir los objetivos de Kioto. Así, en un territorio de tan solo cuatro millones de habitantes, con una asentada conciencia ecológica, cada vaca emite 90 kilos de metano al año (un gas 23 veces más peligroso que el CO2), lo que supone la misma polución que se genera al quemar 120 litros de gasolina. La paradoja del caso neozelandés es que la contaminación de estos animales tiene que ver con la alimentación que llevan, más sana y tradicional que las cabañas europeas, donde predomina el pienso compuesto, por los que las autoridades se han planteado como último recurso variar la dieta.
En España, el tercer país europeo en número de bovinos y el segundo en ganado porcino, ovino y caprino, la progresiva pérdida de las explotaciones tradicionales a favor de las intensivas esquilma un recurso limitado como es el agua. Según la FAO, producir un kilo fresco de ternera no solo requiere un consumo de agua quince veces superior al de los vegetales (15 m3 frente a 1), sino que además contamina 12 kg de dióxido de carbono, lo equivalente a viajar en un coche durante 200 kilómetros.
Otros impactos de la explotación ganadera son los excrementos líquidos y sólidos, con un poder contaminante cien veces superior al de las aguas residuales urbanas; el uso del transporte para trasladar animales; la acumulación de pesticidas y fertilizantes, y la introducción de cultivos modificados genéticamente, como es el caso de la soja, que en un 90% se destina a la alimentación animal.