Las invitadas se decantaron por la prudencia y el monocolor
30 abr 2011 . Actualizado a las 06:00 h.Una máxima de las bodas, reales o no, es que las invitadas no deben eclipsar a la novia. Es muy raro que eso ocurra, y más en una ceremonia monárquica como la de ayer en Westminster. Sin embargo, siempre hay alguna persona que llama la atención, bien por su belleza o por alguna excentricidad de su atuendo. La boda de Guillermo y Catalina no ha sido una excepción y dos fueron los nombres que circularon con asiduidad, además del de la ya duquesa de Cambridge: Pippa Middleton y Eugenia York.
Al igual que pasó en la cita de mayo del 2004 en Madrid, la hermana de la novia fue el gran descubrimiento por su belleza, estilo y elegancia. Si aquí todo el mundo se quedó prendado de Telma Ortiz, en Londres la joven y brillante Pippa, con sus ojos llenos de vitalidad, su sonrisa cautivadora y una figura espléndida, concitó muchas miradas -masculinas y femeninas- de admiración. En el otro extremo, la prima del contrayente e hija menor de Andrés de Inglaterra y Sarah Ferguson: Eugenia, con un nada acertado vestido azul de corpiño brocado y falda abullonada, dejó claro que los pocos años (tiene 21) no admiten todo, ni siquiera aunque lo firme Vivienne Westwood.
Hubo otros diseños sonados, pero lo cierto es que la tónica general fue la prudencia y el monocromo. Las mujeres -a los caballeros casi no se les mira en estas ceremonias- siguieron al pie de la letra el protocolo: vestidos por debajo de la rodilla pero sin tocar el tobillo (excepto algunas musulmanas, como la pelirroja Lala Salma, reina de Marruecos, que acudió con un larguísimo y exquisito caftán); cabezas cubiertas por sombreros o tocados (el verso suelto fue Samantha Cameron, mujer del primer ministro, que optó por unos broches en el pelo para dar protagonismo al collar); y ningún vestido blanco o negro (la mujer de John Major, Norma Wagstaff, llevó traje de chaqueta blanco, pero apenas se la vio).
Las suegras, perfectas
Nada desentonó. Las mujeres de la familia, que son las que marcan el nivel de los contrayentes, estuvieron impecables en su papel: la reina, sin riesgo a ver repetido su color, porque optó por un amarillo canario integral de Angela Kelly que solo ella puede llevar y que adornó con la mejor de sus sonrisas; la suegra de la novia, Camilla Cornualles, elegante como siempre que va a una ceremonia, se decidió por un vestido champán de Anna Valentine y un abrigo bitono y tableado -celeste empolvado y champán- con bordados a media altura, y sombrero de Philip Treacy; y la madre de la novia, Carole, discreta y elegante con un abrigo azul cielo de Catherine Walker de corte impecable y cuello esmoquin, combinado con un sombrero de una diseñadora de su condado natal, Berkshire, y un vestido de seda que apenas se intuyó. Dicen en los mentideros que, como real deferencia, la primera en elegir el color del vestido fue Carole Middleton.
El ambiente del altar indicaba que, concesiones reales o no, había una buena relación familiar, y mucha complicidad entre unos y otros. No faltó quien vio cierto coqueteo entre los ya cuñados Pippa y Enrique de Inglaterra, aunque ambos tenían a sus parejas en el templo. Mientras se especulaba con la posibilidad de que de esta boda salga otra, la pareja protagonista seguía el guión marcado, tradicional con un toque moderno, y olvidaban la obediencia femenina por una versión más actualizada de los votos: amarse, honrarse y respetarse. De lo primero no parece haber duda, a juzgar por las miradas de Guillermo y su espontáneo «¡estás guapísima!» cuando Catalina, todavía Kate, llegó al altar. De la honra y el respeto parecen tener voluntad, como se reflejó en una oración escrita por ellos mismos: «Padre Nuestro [...] ayúdanos ser generosos con nuestro tiempo, amor y energía».
Con puntualidad británica, la pareja salió de la abadía de Westminster convertida en duques de Cambridge, condes de Strathearn y barones Carrickfergus; él, además, sigue siendo príncipe Guillermo de Inglaterra, y Catalina, como no es princesa de nacimiento, será a partir de ahora princesa Guillermo de Gales.
El vestido
De Burton para McQueen
Recordaba al de Grace Kelly o al primero de Liz Taylor: corpiño de gazar (seda urdida) en color marfil y escote corazón cubierto de encaje chantillí y cluny. La falda, de pliegues anchos y blancos, rematada en encaje. La cola, de 2,7 metros. Hecho a mano en Gran Bretaña.
El velo
Tul pegado
El velo corto, de tul de seda, con el pelo suelto, algo que no convenció a todos.
Las joyas
Tiara de la reina madre
La tiara no fue la de Diana, sino la Cartier que regaló Jorge VI a su mujer, la después reina madre. Los pendientes, de Robinson Pelham a juego, regalo de los padres de Catalina. El anillo, de la princesa Diana adaptado (casi no le entra), hecho con oro de Gales.