El ataque de los «haters»

SOCIEDAD

Más claro agua. Si «hate» es odiar en inglés, «hater» es el que odia. Muy fuerte. A muchas cosas. Desde todas las redes sociales. Sin compasión. Pero habitualmente con gracia

31 mar 2014 . Actualizado a las 11:38 h.

El otro día me salió un hater. Uno que me odia en Internet. Sin conocerme. Un hater es... como una espinilla. De esto sé un montón. Mi adolescencia me dio un máster y dos doctorados sobre espinillas. Sobre haters, como creo que solo tengo uno... Pues no mucho. Bueno, eso. Un hater es como una espinilla. Sale un día. Sin más. Dudas. Es pequeña. Casi imperceptible. Durante un rato haces como que no la ves. Ni a la espinilla ni al hater. Dices... solo es un comentario. Solo es un puntito pequeño. Pero en tu interior empiezas a preguntarte ¿por qué a mí? ¿Por qué, por qué, por qué? Piensas en el último texto que has escrito, en la crema que usas para la cara, en si te estarás echando bien el tónico, en que tendrías que haber titulado de forma diferente. Piensas que lo has hecho mal. Piensas, piensas, piensas. Y mientras piensas, la cosa crece. Puede que solo aumente un poco. Algo de inflamación, un par de comentarios negativos en Facebook. O puede que alcance dimensiones épicas. Puede que aparezcan blogs enteros, que se enquiste, que la infección se haga resistente a los antibióticos, que haya memes con tu foto recorriendo la Red despellejándote sin piedad. Peor. ¡Puede que se reproduzca, que salgan más! «Muchas veces, igual que las fobias, son contagiosos», dice el psicólogo Manuel Lage. A más gérmenes en el ambiente, más espinillas. Más odio en el entorno, haters alimentados con esteroides.

Así que empiezas a obsesionarte. Por el momento está solo en un rinconcito de Internet, en un lado de la frente. La tapas. La tapas con el pelo, con maquillaje, con tiritas, no compartes contenidos en las redes sociales, no hablas de ello. Haces como que la ignoras. Pero va a más. Así que al día siguiente te parece que toda tu cara es una espinilla gigantesca. Que la gente solo ve a tu espinilla, no a ti. Que en su interior piensan ¡ay Dios mío! cuando te acercas. Que primero llega tu espinilla -piensas en ponerle nombre y hacer las presentaciones- y detrás vas tú. Que las autopistas de la información se han embotellado con los comentarios contra ti, es imparable, es enorme, es enfermizo, es horrible. Va a acabar contigo. No quieres vivir más con eso ahí. No quieres vivir más.

Te debilitas y piensas. ¿Y si la toco? A lo mejor paso dolor un minuto y ya está, muere, desaparece, se seca. Seré otra vez feliz, tendré la cara limpia, la reputación online impecable, volveré a ese cutis de revista, a esa firma impoluta. Como con la espinilla, tocar al hater, aunque sea a diez metros y con un palo, es un CRASO ERROR. Jamás, jamás, nunca en la vida, de ningún modo, os toquéis la cara. ¡Jamás toquéis al hater! «Lo que más cabrea a estas personas es que no hay mayor desprecio que no dar aprecio». Manuel Lage recomienda «la más fría indiferencia». Todos sabemos que el frío baja la inflamación. De la espinilla y del hater.

¿Nace o se hace?

Las espinillas las entiendo -tengo un máster y dos doctorados-. Pero ¿y el hater? El hater. ¿Nace o se hace? La espinilla nace. El hater... se hace. Todos hemos sido haters alguna vez. El hater odia. Fuerte. Puede que le cojas asco a un cantante, a un actor, a un equipo de fútbol, a una marca concreta. Pero el verdadero hater, el purasangre, odia en general. Tú haces, él odia. Ellos hacen, él desprecia. Desde la superioridad moral que se ha comprado en el Carrefour, desprecia. Desprecia en alto. Desprecia en muchos sitios a la vez. Tiene el don de la ubicuidad. Está en Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp, Thumblr, Telegram y en la casa de tu tía. Está en todos lados. Lo peor es que tiene gracia. Le salen fans. Y después, haters. Con gracia. Que a su vez cosechan fans. Y después, haters. Con gracia. El ciclo de la vida. Luego se asocian. Crean comunidades de haters, que destacan por fin en algo. En odiar -con gracia-. Algunos hasta lo hacen su profesión. Se camuflan. Se cambian de nombre. Se vuelven TERTULIANOS. «Mira algunos programas. Hay colaboradores que solo destacan por su lengua viperina», resalta Lage. Un nombre: Risto.

Así que odien. El odio es normal. Hasta sano. Claro que tiene que ser «proporcional y adecuado» y contra «alguien que te ha hecho daño». Justin Bieber no vale. No lo conocemos. Le tenemos envidia porque gana millones. Ahora, no sabe cantar. Y es un impresentable. Ups. Cuidado Justin. Yo soy tu espinilla.

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Justin Bieber tiene un ejército de fanáticas tan grande como el de haters.