Fechoricerías y otras cuestiones

Doktor Pseudónimus

SOCIEDAD

Pilar Canicoba

Aunque con retraso, vuelven a este zaguán los jetas con sus tarjetas. Y lo hacen con el icono máximo de la tribu de los tarjetóforos: la superfechoricería Bankia-Caja Madrid

11 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Queremos ser felices pero hemos olvidado todas las formas de llegar a ser feliz. Zigmunt Baumann

Aunque con retraso, vuelven a este zaguán los jetas con sus tarjetas. Y lo hacen con el icono máximo de la tribu de los tarjetóforos: la superfechoricería Bankia-Caja Madrid. ¿Hará falta recordarlo? Por un lado, «la gestión». Un rescate de más de veinte mil millones que vía FROP acabará saliendo del bolsillo del ciudadano. Por otro, «la representación». Quince millones aflorados a través de un instrumento extractivo sorprendentemente eficaz: la tarjeta black.

Tanto la deslealtad institucional como la apropiación indebida de dinero ajeno que supone el mal uso de esas tarjetas constituyen un delito. Pero lo que aquí nos ocupa es otro asunto. Porque las tarjetas no son solo instrumentos extractivos, son también otra cosa. Son Taste Markers, marcadores de gustos y sensibilidades. De estilos de vida. De tal modo que al usarlas el usuario no solo se beneficia, sino que a la vez se retrata.

Y esta sería la cuestión. Porque resulta que ni uno solo de los tarjetóforos se fue a Salzburgo a oír a Mozart, ni a Bayreuth para, escuchando a Wagner, imaginar walkirias cabalgando entre nubes y relámpagos. Ninguno acudió a una subasta para comprar y disfrutar un incunable. Nadie subió hasta Laponia para contemplar la aurora boreal ni se fue al Jerte para ver cómo florecen los cerezos. Tampoco nadie cruzó el océano para patear Manhattan, percibir en el New York Stock Exchange el pálpito del mundo o entrar en The Frick Collection y quedarse allí más de media hora quieto y asombrado delante de esa maravilla que es Atardecer en el puerto de Dieppe.

Todo se fue en restaurantes cinco estrellas, míticas añadas, joyas y relojes, coches de alta gama. En ropa y en vestidos. La marca y el diseño se han convertido en marcadores clave de distinción social y personal. Vestirse es un mostrarse. Y mostrarse es, de algún modo, una manera de decirse. Un lenguaje con gramática y sintaxis propias. En el que la marca o el diseño se cuidan como antes se cuidaba el buen uso del pronombre o del adverbio. Ya Cioran dejó escrito que la moda despierta más ilusiones que la religión. Quizás no sea así. Pero lo cierto es que en la ciudad ultramoderna las boutiques ocupan lugares y clientelas que antes ocupaban las iglesias. Y ya en el top del top, privilegio de muy pocos, la máxima metáfora del poder: abatir antílopes o panteras en el esplendor de la sábana africana. Sin decirlo expresamente, los usos y abusos de las tarjetas nos muestran sin ambages los códigos y símbolos del triunfo social y personal.

Sin apenas habernos dado cuenta, desde los deberes de la ética hemos saltado a las aparentes frivolidades de la estética. Una estética cool, moderna, de diseño. A medio camino entre la ascética y la autocomplacencia. El músculo endurecido en el gimnasio y el cabello tieso y brillante por la gomina. Haciendo siempre compatibles el esfuerzo y el relax. El trabajo y el disfrute. Aunque, eso sí, sin salirse jamás de lo políticamente correcto. Y, todo alrededor, el aire inconfundible de un discreto hedonismo. ¿Y cuál podría ser el tipo ideal en el que esa estética se encarna y se nos muestra? Si Max Weber aún viviese, quizás nos la definiría así: es la estética propia de «el ejecutivo que sabe vivir».

Y ahora llega ya la pregunta inevitable: ¿por qué las cosas son así? ¿Qué es lo que ha ocurrido? Pues lo que ha ocurrido es que en la sociedad en la que vivimos la distinción social ya no viene solo de la eficacia en el trabajo, ni menos aún de la solera de la estirpe. Para resultar «interesante», para interesar a los demás, el importante ha de añadir a su poder una dosis de glamur. Y es en el ocio, no en el negocio, donde ese juego se decide. El habano que fumamos, la ginebra que bebemos, el wasap que manejamos, la camisa que vestimos, la corbata que anudamos, el zapato que calzamos, el pádel que jugamos, la nieve que esquiamos. ¿Y los libros que leemos? Los libros no se llevan: la lectura no se ve. Y aquí de lo que se trata es de mostrarse.

Todo esto no debería escandalizarnos demasiado. Ni llevarnos a despotricar contra lo que algunos han dado en llamar la sociedad del espectáculo. «Estar vivo significa no poder resistirse a la autoexhibición para reafirmar nuestra propia apariencia. Somos a la vez sujetos perceptores y objetos percibidos». Son palabras de Hanna Arendt en Was ist Politik?

Sin quererlo, el discurso se nos ha escapado al Olimpo en el que piensan los filósofos. No tenemos tiempo ni espacio para intentar bajarlo al asfalto en el que nos afanamos los mortales. Pero les prometo una próxima y pronta excursión por los jardines de «la estética del ejecutivo que sabe vivir».

N. B.: Fechoricería es un neologismo resultante de unir fechoría, mala acción, con el vulgarismo chorizo. El autor de la invención creo que ha sido el profesor Ramón Baltar, a quien felicito desde aquí. Pero sospecho que el chorizo de chorizar usado como sinónimo de robar nada tiene que ver con el que da gusto al caldo, ennoblece el cocido o aprovecha al bocadillo. Chorizo es vocablo que solo existe en el castellano y en gallego-portugués y llega desde el antiguo sauricium. Más probable me parece que chorizar derive de chori, que es un gitanismo sinónimo de hurto.

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