Afortunadamente, en Galicia todavía quedan algunos sitios donde ver bien las Perseidas, pero, en general, en Europa la oscuridad se ha vuelto un bien escaso
13 ago 2016 . Actualizado a las 10:19 h.Viajábamos de noche por la campiña toscana a lo largo de una pequeña carretera sin asfaltar, escoltados por las siluetas oscuras de los cipreses. Mi amigo Lorenzo vio algo que le hizo parar el coche. «Ecco, una stella cadente!», exclamó, señalando al cielo. Gisella y yo nos apeamos. Lorenzo apagó los faros. Vi entonces la cúpula del firmamento, con una nitidez como pocas veces la he visto. Era la noche de san Lorenzo y las Perseidas llovían como cohetes de feria mudos. Lorenzo, acostumbrado a esta ceremonia del día de su santo, nos iba señalando las estrellas que caían del cielo. Luego intentó recitar un famoso poema de Pascoli, a quien le mataron a su padre en una noche de san Lorenzo, pero se había olvidado de los versos de en medio.
Cada vez que llegan estas fechas me acuerdo de aquella escena mágica de hace treinta años. Y también de que cuando volví mucho después me encontré con que aquella carretera estaba asfaltada e iluminada, cerrada para siempre aquella ventana a la galaxia. Es así, qué se le va a hacer. Ese es el asunto de los periódicos estos días, cuando hablan de las Perseidas de mediados de agosto: cómo encontrar un punto de observación que no esté contaminado por la luz, para poder verlas bien.
Afortunadamente, en Galicia todavía quedan algunos; pero, en general, en Europa la oscuridad se ha vuelto un bien escaso. Según el último Atlas de la contaminación lumínica, la mayor parte de la humanidad está condenada ya a no ver un verdadero cielo nocturno, y esto incluye un 90 % de los europeos occidentales. Estamos, de hecho, tan acostumbrados a dormir bajo una cúpula de tenue luz anaranjada que la damos por válida y la llamamos noche. En Pekín o en Tokio es bastante peor. Allí no solo no se ven las estrellas sino que ni siquiera se puede decir que exista la noche como tal. Hay tanta claridad que más bien se pasa del día a una especie de amanecer que dura hasta que lo reemplaza el amanecer verdadero. Es como una de esas lunas pálidas de agosto de las que tanto han escrito los poetas japoneses, solo que la luz no es el suave halo del astro sino el brillo clínico de las lámparas LED.
Quedan algunas reservas de oscuridad en el mundo: Madagascar, Chad, República Centroafricana... Pero es un signo de pobreza. Esa es la realidad. La luz eléctrica es la metáfora y el signo externo del progreso. La bombilla Edison es el símbolo de las ideas. Hasta la Biblia comienza con un episodio de contaminación lumínica («Hágase la luz»). Las campañas para reducir la luminosidad en las ciudades son razonables, pero, si somos realistas, nunca lograrán más que objetivos modestos, porque se enfrentan a uno de los instintos y terrores más poderosos del ser humano, que es el miedo a la oscuridad.
Esa oscuridad ya solo nos sobreviene por accidente. No es por casualidad que algunos de los grandes descubrimientos modernos de la astronomía se produjesen durante la Segunda Guerra Mundial: entonces la costa oeste de Estados Unidos, donde están los telescopios, se encontraba oscurecida por temor a los ataques aéreos. Fue así como Baader, por ejemplo, pudo calcular el tamaño del universo conocido. Cincuenta años más tarde, en cambio, el recuerdo del firmamento era algo lejano para los habitantes de Los Angeles. Tanto que cuando el terremoto de 1994 dejó sin luz la ciudad, los servicios de emergencia empezaron a recibir un aluvión de llamadas de vecinos alarmados advirtiendo de una «extraña nube plateada» que envolvía la ciudad. Era la Vía Láctea.