
Eleuterio y Gino Toro desarrollaron su carrera en Inglaterra, a donde llegaron como refugiados de la dictadura chilena
16 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.Eleuterio Toro solo se quiebra una vez. Un poquito nada más. Durante unos segundos, mira fijamente sus manos, colocadas sobre sus rodillas. Respira hondo. Bebe agua. Vuelve a mirar sus manos. El silencio es atronador. Eleuterio, -Tito, como lo llama su hermano Gino, sentado a su lado- solo se rompe un poquito, apenas un rasguño, cuando mira a los ojos de su amigo, que le sonríe, que sonríe a todos los presentes, en una fotografía en blanco y negro. Y no puede decir su nombre. Y entonces, después de casi 30 minutos de humor incluso entre los horrores de la dictadura, se entreve la llaga todavía abierta. Pero Eleuterio Toro se repone. Y retumba un Omar Venturelli por toda la sala del Consello da Cultura Galega. Por todo el Pazo de Raxoi.
Omar Venturelli desapareció en 1973, después de que Pinochet golpease directamente al corazón de Chile. Ya nunca más se supo de él. Ni siquiera cuando el juez Garzón tramitó la orden de extradición a un endiosado Alfonso Podlech , acusado de la desaparición de Omar, que había cogido un avión para irse de vacaciones a Europa del Este.
Eleuterio y Gino tuvieron más suerte que Venturelli. Si es que a vivir dos años en clandestinidad, a la tortura, al consejo de guerra y al exilio se le puede llamar suerte. Si es que tener que leer una carta de expulsión de la universidad firmada del puño y letra del rector es suerte.
En realidad, sí. Esa carta fue una suerte. «Todavía hoy se lo agradezco», dice Eleuterio mientras Gino ríe y sus ojos se vuelven muy pequeños. Porque gracias a esa carta, a haber quedado marcado por el régimen, que «lanzaba a personas con el estómago abierto al mar» desde helicópteros que salían de la base de Maquehue, Eleuterio Toro pudo acreditar haber sido un académico represaliado. Y entrar en el programa de refugiados que lo llevó a Reino Unido, que le dio una plaza en una de las mejores universidades del mundo en Matemáticas.
El día de 1975 que llegó a Warwick, en la estación lo esperaba el profesor Ian Stewart. Cargó las maletas en el coche y condujo. «Yo creí que era uno de los porteros, hasta que un día entró el portero y se puso a dictar la clase». Y va repasando una fecunda trayectoria profesional en Chile, en Inglaterra y en Italia. A cada poco, las risas. Las mismas que estallan cada poco durante su charla en la jornada Persoas Refuxiadas ConCiencia. Que acompañan esa fotografía que demuestra que sí, que los pinos chilenos crecen en Inglaterra.
Las que es capaz de provocar incluso relatando episodios estremecedores. Como el día en el que, invitado a una fiesta en la embajada de Chile, llegó demasiado temprano y el portero lo dejó solo con un alto mando del ejército. «Nos vimos obligados a conversar» por eso de la cortesía. Y ese alto mando le relató orgulloso que había sido comandante de la base del terror. De Maquehue. «Yo no le dije nada». Tantos años después, y todavía el miedo. Y otra vez un poquito la llaga.
Incluso con la quema de libros arranca carcajadas. «¿Saben lo difícil que es quemar un libro? Y más quemarlo sin hacer humo», porque los vecinos están atentos, porque saben que ha sido dirigente estudiantil. Y lleva la letra escarlata. «La cultura no va bien con la dictadura». Así que Eleuterio decidió enterrar sus libros. Puede que hoy sigan allí, bajo tierra.
Si hubiese que escoger categorías, los más azotados por la represión son los médicos. Y después los profesores. «¿Por qué? Porque conocen mejor la miseria humana y se refleja en sus actitudes». Eleuterio Toro, que entró en la Escuela Normal Victoria en 1962 siempre ha sido profesor. Ayer volvió a dar una lección en Santiago. De Compostela.